Entrevista publicada en el nº 103 de la Revista Ábaco

Liliana Arroyo Moliner
Doctora en Sociología y especialista en innovación social digital

David Porcel Dieste
Profesor de filosofía y colaborador de la Revista Ábaco

A Liliana Arroyo Moliner (Barcelona, 1985), doctora en Sociología y especialista en innovación social digital, le encanta entender cómo las plataformas revolucionan la forma de comunicar, aprender, comprar, pensar y amarnos… Se define como alguien tecnooptimista y confía que las tecnologías existirán para servirnos y no al revés. Actualmente es docente e investigadora del Instituto de Innovación Social de ESADE. Es una divulgadora activa en jornadas y conferencias, escribe en el diario Ara y El periódico y ha participado en programas de RACI y TV3. En los ratos libres la encontraréis haciendo teatro o experimentando en la cocina.

Tu libro, Tú no eres tu selfi (Ed. Milenio, 2020) es una maravillosa exploración por algunos de los grandes secretos digitales que, como dices en el subtítulo, “todo el mundo vive y nadie cuenta”. ¿Puedes desvelarnos alguno de esos secretos? ¿Y por qué ese secretismo?
Se trata de 9 secretos porque aunque todas las personas los experimentamos (dentro y fuera de las redes sociales) hablamos poco de ello. El libro está estructurado alrededor de estas 9 cápsulas que contienen aspectos básicos de nuestro comportamiento como individuos y sociedad. Uno de ellos es la necesidad de reivindicarnos, de construir nuestra propia identidad. En la era de los selfis algunos lo han tachado de narcisismo, pero nuestra identidad depende de quién somos, pero también de quién nos ve y cómo. Otro es la necesidad de pertenecer, formar parte de alguna cosa, bien sea una comunidad, un estilo de vida, un lugar de referencia… es por eso que nos gustan tanto los “retos” y “challenges” que circulan por las redes, porque además de la intensidad de la prueba y la osadía que ello suponga, participar en esa prueba —y demostrar que la superamos— nos une directamente a todas las personas que han participado. La tercera cuestión sería el archiconocido “postureo”, esa necesidad de construir el relato, muchas veces condicionado por cierta tendencia a mostrar la vida de color de rosa: comida estupenda, vidas perfectas, sonrisas espléndidas, puestas de sol románticas y viajes exóticos. Estos tres elementos –ego, pertenencia y representación– siempre han existido, pero con las redes sociales se acentúan y toman una nueva dimensión. Otros secretos menos evidentes son la gula digital o la pereza, que nos los citamos en esos términos, pero todo el mundo entiende qué quiere decir quedarse atrapado mirando tu cuenta en Instagram, Tik Tok, Facebook o Twitter y pasar media hora tirando hacia abajo, y abajo y abajo, viendo pasar contenidos donde se mezclan noticias, efemérides de tus amigos, acontecimientos familiares o hitos profesionales de tus excompañeros de trabajo. También conocemos bien la procrastinación, cuando sabemos que deberíamos estar haciendo algo importante o urgente y sin embargo sólo podemos dedicarnos a perder el tiempo con alguna nimiez.
En una versión preliminar del libro me refería a los pecados digitales, pues la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la pereza, la gula y la envidia atraviesan esas páginas. No obstante, esos 7 pecados dejaban fuera el engaño y la cobardía, que también forman parte de nuestra experiencia digital. A lo largo de la historia los pecados se han llamado también bajas pasiones o debilidades, y se han utilizado como marco para entender comportamientos individuales y colectivos. Curiosamente, recorrí a la Divina Comedia de Dante para entender cómo relacionaban los distintos pecados en cada círculo. También busqué más allá de la visión cristiana para superar la visión culpabilizadora de estos impulsos inherentes a la condición humana, que no son necesariamente negativos. Me resultó interesante descubrir que en el Budismo también existen bajo “los 5 venenos” (ignorancia, ira, orgullo, lujuria y envidia). Exploré también el eneagrama, que justamente propone una tipología que define 9 personalidades (de nuevo, los 7 pecados capitales, más engaño y cobardía). Finalmente decidí llamarlo secretos porque como históricamente se han silenciado y estigmatizado esas fuerzas, se ha convertido en referencias silenciadas, en ocasiones volviéndose tabús, pero no por ello dejan de ser un buen referente para entender cómo somos, cómo nos comportamos y a qué estímulos respondemos. Estos 9 secretos están presentes en todas las personas en medidas variables y suelen destacar unos por encima de otros, y las plataformas digitales los usan y mucho en su diseño. Saben que es la forma de atraernos y retenernos. De hecho, el fundador de LinkedIn Reid Hoffman, en uno de sus discursos iniciales afirmó que “las redes sociales tendrían éxito en la medida que representaran a uno de los pecados digitales”. Y el tiempo le está dando la razón.

¿Qué nos ha llevado a creernos nuestro selfi?
Nos creemos nuestro selfi porque es el proceso de construcción de la propia identidad que hacemos más a consciencia. Ante nuestro deseo por existir y ser vistos, las redes sociales son el encaje perfecto para hacernos sentirnos protagonistas de nuestro propio relato. Tener un perfil (o más de uno) simbólicamente es como si nos hubieran dado un micrófono y un escenario. Cada persona puede tener su propio espacio, el propio canal para mostrarse y emitir su vida. La ventaja sobre la realidad presencial es que hacerlo a través de una pantalla nos da menos vergüenza, las plataformas nos ofrecen herramientas para que podamos editar y retocar a conveniencia, y después siempre llega alguna recompensa en forma de lluvia de corazones y comentarios. Los selfis son un espejo que nos hacemos a medida para nosotros mismos pero la finalidad es la validación social. Un fenómeno curioso es que todo el mundo critica el postureo, pero en solitario todo el mundo lo practica. Es construido pero el valor no está en la autenticidad, sino en la capacidad de transmitir. Y la paradoja es que lo que hace que la experiencia sea completa es ver el retorno que obtenemos de ello.

En tu libro defiendes que la práctica del selfi no es solo una forma de autorretratarse. ¿Puedes aclararnos la idea?
El autorretrato ha existido a lo largo de toda la historia del arte y los motivos para que un artista se tomara como modelo podían ir desde el narcisismo ya mencionado a la necesidad de probar una técnica nueva y no disponer de modelo en ese momento. Andy Warhol fue el rey de los retratos y los autorretratos con una Polaroid en las manos, y él reflejaba que tomaba esas fotos como prueba fáctica de sus vivencias. Con los selfis ocurre lo mismo: el gesto es el mismo pero los significados pueden ser muy distintos. El libro se nutre de la experiencia 12 cómplices que me contaban cómo eran sus vivencias digitales en estas 9 dimensiones. Para todos ellos y ellas la primera definición de selfi tenía algo incómodo de autorreferencia, pero a partir de ahí contaban cómo les servía por ejemplo como chequeo emocional, como actividad para dejar de pensar en cosas que les preocupaban o incluso como catalizador para salir del aburrimiento. En algunos casos los selfis han sido también la palanca para descubrir vocaciones fotográficas o cinematográficas. Yo misma en el libro cuento una anécdota de los selfis colectivos como lenguaje común. Fue impresionante descubrirlo en mitad de un viaje por Irán, donde compartíamos trayecto con tres chicas jóvenes nacidas al norte del país. Estábamos visitando unas aldeas de la zona kurda y la comunicación era inexistente hasta que en una de las paradas nos invitaron a formar parte de un selfi colectivo. Lo que siguió fue un intercambio de cuentas de Instagram donde descubrimos que todas las chicas tenían publicaciones en inglés, y fue la excusa perfecta para iniciar conversaciones.

Pero en la era de las cavernas digitales y el postureo, ¿no es más difícil saber quiénes somos?
Esa es una forma de verlo, pero si lo pensamos bien, siempre hemos tenido múltiples identidades y las interacciones sociales siempre tienen un punto de “representación”. Erving Goffman es una autor muy reconocido en el campo de la Sociología justamente porque se dedicó a entender qué roles activamos y explicó por qué la identidad es interactiva. Pongamos un ejemplo, por mucho que una persona se considere poderosa, la capacidad de influencia se la confieren otras personas en el momento que se someten a su voluntad. Lo mismo ocurre con la reputación o la confianza, no sólo depende de una misma, es el resultado de relacionarnos con los demás más que una condición de partida.
Dicho esto, es cierto que para las generaciones más jóvenes el reto está en saber quién son on-line y offline, es decir, deben aprender casi a la par a dominar los códigos de su identidad presencial y la virtual, que no siempre tienen por qué ir en la misma dirección. Resulta muy interesante observar cómo utilizan el postureo como forma de búsqueda, como laboratorio de identidades para descubrir con cuál se sienten mejor. Lo revelador para mí es ver cómo es en realidad un espacio de libertad: si eres una persona distinta a la mayoría o con preferencias que contradicen lo que tu familia y tu entorno esperan de ti, es probable que tengas una cuenta “normativa” donde sigues las reglas del postureo para no levantar sospechas. A su vez, creas otra cuenta –seguramente más protegida, con seudónimo– que es tu ventana de exploración a partir de la cual conectas con personas conocidas o desconocidas que se ajustan más a lo que intuyes que te define. Se han visto muchos casos por ejemplo de personas transexuales y con identidad de género que no encajan con el patrón binario masculino-femenino.
En definitiva, no sé si es más difícil saber realmente quién somos o si estas cavernas digitales más bien nos obligan a cuestionarnos (o reafirmarnos) más a menudo. Y sin duda, son un reducto de libertad para personas de colectivos minoritarios.

Entonces, ¿son los influencers los nuevos referentes morales de nuestros jóvenes? ¿Y qué referencias siguen los influencers?
Es importante recordar que hablar de influencers en genérico puede confundirnos. Son una nueva forma de prescripción, nativa del mundo digital porque se basa esencialmente en la capacidad de impactar a comunidades enormes de seguidores. No obstante, hay muchos tipos de influencer y se hace difícil valorar su importancia en abstracto. Así mismo, tenemos desde jóvenes que marcan tendencias en la moda, a gamers que promocionan y fomentan la cultura gamer (y de los videojuegos). También existen los booktubers que se dedican a recomendar libros o los profesores que dan clases de matemáticas para millones de alumnos. Cada persona sintoniza con un estilo particular y con unos temas, igual que ha ocurrido siempre, lo novedoso es que el lenguaje de los prescriptores digitales se caracteriza por ser cercano, personal y muy empático. No podemos olvidar que detrás de muchas de estas personalidades hay marcas y agencias de publicidad, que aprovechan esta segmentación quirúrgica de los públicos. Se pueden llegar a establecer vínculos emocionales y de confianza muy fuertes hacia influencers, siendo más cercanos que las celebridades de toda la historia. Algunos dan la impresión que son personas normales, como tú y como yo. Y si tienes 16 años y tu influencer vive las mismas cosas que tú, le preocupa lo mismo que a ti y empatizas porque tiene más o menos tu edad, está claro que puede convertirse en un referente. Tuvo mucha repercusión el hecho que el Rubius por ejemplo anunciara públicamente que sufría ansiedad y que necesitaba tomarse un tiempo de descanso. Fue terapéutico y humanizador, igual que Billie Eilish se atreva a hablar en sus canciones de lo que implica una depresión o las emociones que te pueden llevar a pensar en el suicidio. Que sean referentes morales adecuados o no ya es otro debate, que tiene más que ver con la educación recibida que con el estilo de la persona influencer en cuestión.

En el prólogo de tu libro, el antropólogo Jordi Jubany, autor de La familia en digital, menciona que a través de mensajes y documentos compartidos disteis forma a un Manifiesto para una nueva cultura digital. ¿Puedes hablarnos de esta iniciativa?
Tanto Jordi como yo somos tecno-optimistas y creemos que la vida digital nos puede aportar muchísimo. No obstante, somos conscientes que ahora mismo no estamos en la situación ideal porque las plataformas de redes sociales no dejan de ser empresas con intereses específicos, que utilizan nuestros datos y nos diseñan escenarios ideales para que queramos entrar y quedarnos. Por otro lado, nos preocupa la brecha digital, que hoy en día no es tanto una falta de acceso, sino una capacidad limitada de manejo de las herramientas, pero sobre todo la falta de criterio para anticipar riesgos y oportunidades. Esto significa que es importantísimo que aceleremos la alfabetización digital para todas las edades, de forma que todo el mundo pueda usar las herramientas de forma crítica y consciente. El manifiesto es un intento de entablar esta conversación a partir de 10 ámbitos que consideramos fundamentales para tejer una nueva cultura digital.

¿Y por qué no hay todavía incorporada a nuestras escuelas una Educación para la nueva era digital?
Es todavía muy reciente y aunque nos parezca que ya somos hábiles con los dispositivos, en realidad justo estamos empezando a entender sus implicaciones. Incorporar una educación para la nueva era digital va mucho más allá de ampliar el temario o permitir el uso de los dispositivos en clase. Significa repensar la naturaleza, los tiempos y los espacios del aprendizaje. Si tenemos en cuenta que el 60% de los alumnos que hoy se sientan en las clases de primaria trabajarán en profesiones que aún no existen, resulta evidente que hay mucho por debatir y repensar. La incertidumbre es entonces una de las barreras fuertes para una educación que integre la cultura digital como ecosistema y no sólo como herramienta. Otras barreras incluyen la falta de capacitación de los equipos docentes.

Hay quienes viven en conexión permanente, siempre tras una pantalla. ¿Necesitamos reinventar la ética para afrontar los problemas de la nueva «vida conectada»?
Sin duda hay que repensar la ética de la tecnología porque ahora mismo está todo diseñado para capturar nuestra atención de forma permanente. Las notificaciones, los sonidos, los colores… todo está pensado al milímetro como anzuelos a los que sucumbir. Algunos expertos afirman que habría que regular las redes sociales bajo estrictos principios para evitar adicciones, igual que se ha hecho con la industria del tabaco o el alcohol.
No obstante, una adicción es algo que sólo se puede afirmar si tenemos un diagnóstico clínico. A la mayoría de la población nos falta algo de disciplina y de higiene digital para poder establecer buenos hábitos para la vida conectada. Por ejemplo, debemos sentirnos libres de decidir cuándo estamos disponibles y cuándo no, o con qué frecuencia respondemos los mensajes y recuperar la soberanía de nuestra atención.
La vida conectada se nos ha hecho más intensa durante el confinamiento por la pandemia de la COVID-19. Sobre todo durante las primeras semanas muchas personas expresaban su saturación por sobre exposición a noticias o frente a una actividad digital superior a la que estaban habituadas (por ejemplo, al pasar a formatos de teletrabajo). Es fundamental mantener el equilibrio entre la vida conectada y la vida analógica, sin olvidar que la consciencia y la presencia es importante en cualquiera de las dimensiones.

En tu libro defiendes que las emociones son señales que nos hablan de nosotros mismos. ¿Cómo podemos utilizar esas señales?
Este ha sido uno de los aprendizajes más valiosos de la aventura de escribir el libro. Igual que asociamos ciertas conductas a pecados capitales, vivimos en una cultura que insiste en clasificarlo todo según el bien y el mal, la culpa y la virtud. Esta herencia judeocristiana afecta también a cómo entendemos el papel de las emociones. Si pregunto por una emoción positiva, pensaremos en la alegría, mientras el oído o la tristeza las vemos claramente como emociones negativas. Sin embargo, deberíamos ver las emociones como semáforos, información que nos ayuda a navegar el mundo y que nos sitúan. Deberíamos usarlas para tomar decisiones en lugar de reprimirlas o premiarlas. Necesitamos aprender a sentirlas, reconocerlas, expresarlas y reaccionar adecuadamente. Las emociones son en realidad otro secreto: todo el mundo siente pero cuánto nos cuenta hablar de ello.
Pongo un ejemplo muy simple: habréis oído muchas veces la expresión “envidia sana”. La envidia es humana pero en cambio reconocerla y expresarla nos hace sentir miserables. Cuando la expresamos, necesitamos matizar siempre que es envidia sana, como si existiera una que fuera insana. La envida en sí no es ni buena ni mala, es una emoción que sentimos cuando se nos mezclan sentimientos de admiración y frustración por una forma de ser de otra persona, por la vida que lleva, por lo que tiene, o por cómo le valoran los demás. Es fantástico que ante una alerta de envidia nos paremos a identificar qué admiramos y qué es lo que nos frustra, para preguntarnos a continuación cómo podemos esforzarnos para conseguir eso que anhelamos y qué ocurre si no lo conseguimos. Quizá admiramos algo imposible y necesitaremos mejorar nuestra tolerancia a la frustración, o bien decidimos que vamos a luchar por conseguirlo cueste lo que cueste. Si no nos hubiéramos cruzado con alguien que nos despertara esa envidia, quizá no habríamos tenido la ocasión de pararnos a reflexionar ante ese espejo.

¿Y cómo cambia la experiencia digital nuestra relación con el otro? ¿Y con nuestro cuerpo?
Relacionarnos a través de pantallas es diferente a tomarnos un café. Una cosa no sustituye a la otra y son experiencias complementarias cuando pensamos en personas conocidas y que tenemos cerca, pero son una buena alternativa para las personas que sólo podemos encontrar virtualmente. A eso debemos añadir que cuando hay pantallas de por medio acostumbramos a sentirnos más protegidos porque hay algo que nos tapa o que nos permite un espacio y un tiempo de seguridad. Así, nos atrevemos a pedir perdón más fácilmente por whatsapp que mirando a los ojos, pero también nos cuesta menos insultar o dejar caer nuestra opinión sin pensar cómo le sentará a la otra persona.

¿A dónde conduce la tendencia creciente a la digitalización y la informatización de conocimientos y prácticas, visible, por ejemplo, en educación y sanidad?
De momento sabemos que el gran avance de la digitalización es la posibilidad de generar y recoger grandes cantidades de información que permiten tomar decisiones. Claro está que ahí entra el debate ético sobre el uso de los datos personales en lo que Shoshana Zuboff ha bautizado como el Capitalismo de la Vigilancia. Hay una lógica corporativa y lucrativa que usa los datos como mercancía, mientras hay otras lógicas como las que plantean que los datos se conciban como un recurso valioso para el bien común. Tomar decisiones basadas en evidencias es fundamental tanto para la educación como para la salud. Y la gran promesa para estos dos ámbitos es la atención personalizada. En la medicina esto se puede traducir en tratamientos más efectivos y más afinados, evitando gastos innecesarios o efectos secundarios no deseados. En educación puede llegar a ser una experiencia de aprendizaje específica y única para cada persona, absolutamente adaptada a ritmos y capacidades. Habrá nuevos retos donde nos hará falta generar experiencias comunes y conectadas, para escapar de la hiperpersonalización. De todos modos, aún estamos lejos de conseguir programas perfectos, sin sesgos y que entiendan los datos y su manejo como material sensible.

La cultura de lo digital está sirviéndonos para controlar y contener situaciones como la pandemia actual. ¿Piensas que las nuevas políticas de prevención y aislamiento podrían derivar en la normalización de nuevas prácticas y formas de relación social?
La dimensión digital del confinamiento tiene la versión del teletrabajo en aquellos casos que es posible, y a la vez un vuelco de toda nuestra sociabilidad a las redes. Estos días estamos aprendiendo a cuidarnos, querernos y acompañarnos en digital, y será seguramente el aprendizaje más rápido que podíamos tener sobre las bondades y limitaciones de la vida social con seres queridos a través de las pantallas. También he observado que muchas personas mayores están aprendiendo a hacer videoconferencias para seguir vinculadas a sus familias. En estos momentos donde la ausencia de contacto físico está también minando la confianza social, nos costará seguramente volver a sentirnos a gusto en aglomeraciones y situaciones que reduzcan el espacio libre alrededor de nuestro cuerpo. Podemos esperar que incremente el teletrabajo o la celebración de conferencias en remoto, en cierta forma nos permite alimentar cierta consciencia climática también en el ahorro de emisiones con desplazamientos innecesarios. También es probable que haya más personas que pasado el confinamiento sigan haciendo la compra al súper por internet de la que había antes de la pandemia. Dudo francamente que renunciemos a los abrazos con las personas más próximas.

Finalmente, ¿qué papel crees que van a desempeñar las redes sociales en los próximos años?
Las redes sociales han venido para quedarse, y además van a seguir siendo fundamentales para nuestra vida cotidiana analógica y virtual. Hoy son dos caras de la misma moneda, pero cada vez más pasarán a formar parte de un continuo. Lo vemos en los más jóvenes, cuando quedan para hacer un Live de Instagram mientras estudian conjuntamente para el examen del día siguiente. La conexión a internet la tienen tanto o más asumida que el agua o la electricidad.
Qué rumbo seguirán las redes sociales en los próximos años depende mucho de las regulaciones que se apliquen y de la evolución de sus negocios, pero hoy el plan que tienen es el de convertirse en portales desde donde lo podremos hacer todo: hablar, compartir, ver contenidos, comprar, hacer gestiones con el banco, etc. Tienen en mente un modelo que apuesta por la concentración de servicios en macro-plataformas. En paralelo están surgiendo las plataformas distribuidas y desarrolladas por comunidades de software libre, que aspiran a la soberanía digital. Tanto unas plataformas como las otras querrán responder a nuestras necesidades sociales básicas: ser y pertenecer. Las formas que ello adopte podrán variar, pero ver, ser vistos y formar parte de una comunidad se mantendrán en el tiempo. De lo contrario perderían su valor como red social en el sentido más literal.