Extracto del artículo publicado en el nº 108-109 de la Revista Ábaco

María Elena Nevares Miguel
Licenciada en Derecho
Doctoranda en el Programa de Doctorado Cambio Social en las Sociedades Contemporáneas de la UNED

La crisis económica que comenzó en 2008 en nuestro país y la creciente desigualdad que esta generó provocaron tal desestabilización política que puso en cuestión la forma de gobierno más alabada por los analistas políticos, la democracia representativa, Manin (2006). Dahl (1992: 391) relacionaba la economía y la política de una forma magistral: democracia no es sólo una palabra, «Si rédito, riqueza y posición económica son también recursos políticos, y si estos recursos son distribuidos desigualmente, ¿cómo es posible que los ciudadanos sean políticamente iguales? ¿Y si los ciudadanos no pueden ser políticamente iguales, cómo hace la democracia para existir?». Valores tan democráticos como la libertad, la igualdad y la justicia social resultan difíciles de salvaguardar en una economía de mercado en crisis.

España, solo por detrás de Letonia, se convirtió en el segundo país con mayor desigualdad social de los veintisiete estados miembros de la Unión Europea. La consideración entre la ciudadanía de que el reparto de las cargas y los ajustes derivados de la crisis económica, no fueron justos, provocó un general sentimiento de escepticismo y desconfianza hacia la clase política que exigió, a su vez, un modo de acción ética frente al poder, Lefort (2011).

Sociólogos y expertos en comunicación política calificaron esta situación de muy negativa para la democracia y aseguraron que el distanciamiento de los ciudadanos de la clase política radicaba en la creencia compartida de que los partidos políticos se preocupaban más por defender sus propios intereses que por actuar contra los problemas que afectaban a la ciudadanía.

Sistema político español y participación ciudadana

La consideración de España como país democrático parte de la fusión de varios elementos. Desde la promulgación en 1978 de la Constitución Española, los derechos y libertades fundamentales, comprendidos en el Título I, disponen de un reconocimiento y protección máxima. Además, logro de un mecanismo electoral de designación de los representantes políticos, no exento de críticas1, España puede ser considerada como un país dotado de un sistema político basado en la representación ciudadana. Este importante avance, unido a un desarrollo económico creciente, condujo al país a un proceso de democratización imparable que se fue consolidando año a año. Sin duda, este proceso democratizador debería contribuir a la mitigación de las desigualdades sociales y a la consolidación del concepto de ciudadanía del que habló Marshall (1998).

El desarrollo de la cultura democrática en España exige la transmisión del legado de la Transición política a la ciudadanía, lo que supone una actuación en la vida social que conlleve además de la protección constitucional, la reivindicación de los derechos e intereses de los ciudadanos de manera directa, Benedicto (2009). La reactivación de la participación política a través del ejercicio de los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución, como el derecho de reunión, de manifestación y de petición, o el reclamo a las escasas figuras de democracia directa, como la iniciativa legislativa popular y el referéndum, puede parecer prioritaria pero además, para un importante sector de la sociedad española, resulta indispensable el traspaso del ejercicio del poder real a la ciudanía mediante el diseño de nuevos mecanismos institucionales más participativos, Tezanos (2012).

la crisis de 2008

La crisis económica que ha llegado a ser calificada como «la gran recesión», Sánchez Cuenca (2014:7), comenzó en 2008. Hasta entonces, España atravesaba un ciclo de claro crecimiento económico que comenzó en 1994 y que había permitido, incluso, una expansión internacional del mundo empresarial. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE), a partir del año 2004, había logrado que la deuda pública se mantuviera a niveles inferiores del 40% del Producto Interior Bruto (PIB), muy por debajo de la media europea, que el paro bajara del 10% y que se obtuviera el primer superávit fiscal de la etapa democrática.

Una crisis financiera no programada2 se originó fuera de nuestras fronteras. La primera explosión de la burbuja inmobiliaria sobre el sector financiero internacional se produjo en Estados Unidos. En pocos meses, los temas económicos pasaron a liderar la agenda temática en los medios de comunicación, Bernecker (2009)3. El crecimiento económico de España comenzaba a reducirse y se acercaba a la media de los países de la Unión Europea. La recesión afectaba a todos los gobiernos de la zona euro y los gobiernos europeos mostraban su impotencia como gestores de la grave situación económica.

Desde el comienzo de la crisis económica internacional, salvo en Polonia y Alemania, los partidos del gobierno fueron perdiendo las elecciones, ocurrió en España en noviembre de 2011; en el Reino Unido, los laboristas perdieron las elecciones de 2010 y de igual manera ocurrió en Italia, en mayo de 2012, con el gobierno tecnocrático de Monti.

En España, los efectos de la crisis económica se manifestaron con toda su crudeza durante el año 2010. La irrupción de la crisis, y su impacto en Europa, se percibió como una sorpresa para la sociedad española «en plena celebración de su propio festín consumista y despreocupada de la gestión de su clase política», Llera (2012: 40). El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero mostró una clara reticencia a la utilización del término de «crisis» para describir la situación económica que atravesaba España. Las medidas adoptadas durante los años 2008 y 2009 por el Gobierno del PSOE se encaminaron a transmitir confianza en la sociedad para superar la situación económica y suavizar el impacto de la recesión. Rodríguez Zapatero decidió aplicar una política económica de inspiración socialdemócrata basada en la expansión del gasto público, en especial del gasto social. Sin embargo, a partir del año 2010, el Gobierno español se sintió obligado a promover medidas ortodoxas en materia económica que contradecían radicalmente el discurso socialdemócrata anterior. Investigación, Sanidad y Educación, tres sectores que gozaban de una consideración unánime por parte de la ciudadanía, fueron blanco de las medidas de ajuste económico. El Estado de Bienestar quebraba, Izquierdo et al. (2011).

El presidente Rodríguez Zapatero abandonó su discurso keynesiano, consistente en inyectar dinero público para promover el crecimiento de la economía, y sustituirlo por otro discurso que defendía el ajuste y la estabilidad presupuestaria evitando que los mercados castigaran a la sobre endeudada economía española, Tezanos (2008). En consonancia con esta nueva política económica se aplicaron una serie de reformas, como la laboral o la referida a las pensiones, que fueron consideradas por los ciudadanos como contrarreformas, como una grave limitación de los derechos ya adquiridos. Por otra parte, se implantaron medidas económicas de urgencia y se emprendieron reformas encaminadas a la revisión del modelo de crecimiento económico adoptado en torno a sectores como el turismo y la construcción. Tras sucesivos recortes y reformas estructurales, la economía tocó fondo, la deuda pública y el paro alcanzaron niveles nunca vistos, y la desigualdad social y la pobreza dispararon todas las alarmas. El PSOE experimentó una fuerte caída en intención de voto, como pusieron de manifiesto varios sondeos publicados entre los años 2010 y 2011, y el descrédito de los líderes políticos socialistas aumentó de forma espectacular. El verano del año 2011 fue turbulento para la sociedad española debido, sobre todo, al empeoramiento de la situación económica y al creciente malestar ciudadano ante las medidas de ajuste económico.

La enorme pérdida de credibilidad de Zapatero no se compensó con una percepción positiva del líder de la oposición, Mariano Rajoy, quien en 2011 ganó las elecciones por mayoría absoluta con un alto porcentaje de desconfianza ciudadana. El líder del Partido Popular (PP) llegó al Gobierno con unas expectativas muy altas, pero el desgaste que supuso la aplicación de medidas de ajuste, no contempladas en el programa político con el que concurrió a las elecciones, significó para su gobierno un duro golpe ante la opinión pública, que vio con desasosiego como el prometido cambio de rumbo en materia económica no suponía más que una profundización en los ajustes iniciados por el Gobierno de Zapatero del 2010.

En el año 2013, el panorama resultaba desolador, con un deterioro sin precedentes de las condiciones de vida de la ciudadanía en España: la tasa de riesgo de pobreza y exclusión social alcanzaba el 27% (según datos de Eurostar), y afectaba a casi 12 millones de ciudadanos, y todo parecía indicar que esta situación no mejoraría significativamente en los próximos meses e incluso años.

En un contexto de crisis, con una pérdida acelerada de derechos, en paralelo, se fraguó un creciente proceso de desconfianza institucional y política, Villoria y Jiménez, (2012). El agravamiento de la crisis evidenció la profunda contradicción que presentaba el discurso jurídico y político de los derechos sociales, principalmente en países como España, Portugal o Irlanda. Estos derechos legitiman el actual Estado de Bienestar pero, sin embargo, son los primeros sacrificados por los gobiernos cuando se deben satisfacer las exigencias de los grandes poderes financieros, Sánchez Medero y Tamboleo García (2013).

El artículo completo está disponible en el número 108-109 de la Revista Ábaco.
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