Extracto del artículo publicado en el nº 107 de la Revista Ábaco

Gerardo Darío Neugovsen
Candidato doctoral por la Universidad argentina ESEADE
Magister en Management de Arte y Medios
Open University of London y Universidad HKU de Holanda

Economía de lo simbólico

«Los seres humanos no nacen para siempre el día que sus madres los alumbran: la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez, a modelarse, a transformarse, a interrogarse (a veces sin respuesta) a preguntarse para qué diablos han llegado a la Tierra y qué deben hacer en ella.»

Gabriel García Márquez

Si existen mercados donde se transaccionan bienes, servicios, contenidos y experiencias de base cultural y creativa, surge entonces la pregunta acerca de cuáles son las características de los procesos que permiten la creación de valor en las Industrias Culturales y Creativas (ICCs).

Para analizar este tema, partiremos haciendo referencia a una de las más conocidas pinturas rupestres ubicada en las Cuevas de Altamira, en la región de Cantabria (España), cuya realización es estimada entre quince y veinte mil años atrás (Fig. 1). Esta nos ofrece elementos relevantes para el análisis de la funcionalidad de las industrias creativas y culturales en la actualidad y su relación con lo simbólico y lo económico.

En su libro La sociedad red, Manuel Castells plantea que en la actual Era del Conocimiento «La fuente de la productividad se encuentra en la generación de conocimiento, en el procesamiento de la información y en la comunicación simbólica» (Castells, 2000).

Sin embargo, es posible también identificar estos procesos en aquellas pinturas prehistóricas: los individuos que realizaron hace miles de años la imagen mostrada generaron conocimientos respecto de los procedimientos de caza para tras procesar la información resultante, comunicándola de manera simbólica a través de la representación de personas, animales, instrumentos y estrategias utilizando tecnologías disponibles, dejando así un valioso testimonio narrativo acerca de los comportamientos humanos en los orígenes de nuestra civilización.

Lo que estaría evidenciando la imagen aludida es que los elementos descritos por Castells son inherentes a toda práctica cultural y sus orígenes se remontan al surgimiento de los primeros seres humanos, manteniéndose vigentes hasta nuestros días. Destaca en dicha imagen el uso del lenguaje simbólico para comunicar lo que se supone era conocimiento relevante para un determinado grupo humano en un momento concreto. ¿Lo realizado por nuestros ancestros prehistóricos fue motivado por el ocio y el entretenimiento, tal como se suele categorizar a la actividad cultural, o resulta de un proceso de satisfacción de necesidades humanas fundamentales ya evidenciables en aquel momento?

De acuerdo con Clifford Geertz «la cultura denota un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones expresadas en formas simbólicas con las cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida» (Geertz, 2001).

Y también: «el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido; considera que la cultura es esa urdimbre y que su análisis ha de ser, por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones» (Ibid).

Para Geertz los símbolos pueden ser toda clase de objetos, actos, acontecimientos, cualidades o modos que permitan comunicar ideas o significados, es decir, que son fuentes de información externa que ofrecen patrones o formas a partir de los cuales es posible definir modelos atribuibles a procesos extrapersonales utilizados para comprender, organizar y desarrollar sus propias experiencias y sus relaciones con los otros y con el entorno. Se trata de modelos de realidad dotados de significados e interpretaciones de dicha realidad que fungen además como patrones que proveen información y guías para la organización.

La relevancia de la actividad cultural de acuerdo con Geertz reside en que el ser humano requiere de fuentes externas de información para organizar su restringido sistema intrínseco de información, siendo esas fuentes externas patrones o modelos –construidos simbólicamente– que permiten modelar los comportamientos sociales y psicológicos.

La cultura es «un texto a ser decodificado» (Ibid). Se trata de información en la forma de historias o narrativas a ser interpretadas en múltiples formatos, desde la tradición ancestral culinaria narrada en un plato típico, hasta las dinámicas narrativas de la realidad aumentada. Son sistemas de interacción con el entorno más que sólo un medio de expresión, llevando esto a revisar también la noción inicial de ocio y tiempo libre.

Lo simbólico permite «dar sentido», tal como lo describe Weick (Weick, 2020), al permitir construir conceptos objetivos de la realidad social, psicológica y emocional, posibilitando el ajuste a dichos patrones a la vez que permite modelarla de acuerdo con esos mismos patrones culturales.

De esta manera los sistemas de símbolos gestionados desde el ámbito cultural se convierten en fuentes de información esenciales para la vida humana en sociedad cumpliendo una doble función: permiten la estructuración de los procesos de vida representando a su vez esos procesos y expresando dichas estructuras a través de diversos medios. Aspectos que son vitales para la conformación de la vida en sociedad.

Se trata de los mecanismos que resultan esenciales para la dinamización de las ICCs en particular, aportando a su vez información para su gobernanza.

Lo simbólico/cultural se convierte así en un instrumento de adaptación y adecuación instrumental, sin el cual el ser humano es «una criatura funcionalmente incompleta, sin sentido de la dirección ni poder de autocontrol, un verdadero caos de impulsos espasmódicos y de vagas emociones» (Geertz, 2001).

La complejidad radica en la polisemia propia de todo símbolo, dificultando esto la asignación de sentidos unívocos a las prácticas culturales. Sin embargo, los mecanismos subyacentes poseen un carácter universal. Por otra parte, la cultura es un instrumento de intervención y, en muchos casos, también es un dispositivo de poder.

Los contextos donde ocurren los procesos culturales son entornos donde intervienen múltiples intereses estableciéndose relaciones de poder entre las partes, llevando esto a la producción de significados y conocimientos diferenciados, representando intereses sociales diversos, proponiendo o imponiendo realidades económicas, políticas, sociales, estéticas y culturales variadas. Se evidencia así la dimensión política de los procesos culturales, que debe ser considerada por los emprendedores de las ICCs en sus procesos de diseño de estrategias emprendedoras.

Finalmente, para Geertz, el impulso de dar sentido, orden y forma a la experiencia es tan apremiante en el ser humano como satisfacer sus necesidades biológicas. Los símbolos son concebidos como formulaciones tangibles de ideas, abstracciones de las experiencias plasmadas en formas perceptibles, representando actitudes, juicios, anhelos y creencias. Es el ámbito donde se almacenan los significados vitales, aquello que los humanos sabemos y necesitamos saber acerca de la vida.

La cultura es entonces una «telaraña de significados» que los humanos vamos tejiendo a nuestro alrededor (Geertz, 2001). Ahora bien, sólo los significados que son compartidos y duraderos a nivel histórico o generacional pueden llamarse culturales (Strauss y Quin, 1997).

Dichos significados culturales podrán objetivizarse en forma de artefactos (bienes), comportamientos, hábitos, esquemas cognitivos, representaciones sociales, contenidos, servicios o experiencias que Thompson denomina «formas culturales» (Thompson, 1998). Bourdieu denomina a esto «simbolismo objetivado» o «cultura pública» (Bourdieu, 1985).

Es en parte gracias a la actividad de los emprendedores de las ICCs que estas «formas culturales» producen valor de uso social correspondiente a regímenes de valor que «dan cuenta del constante cruce de las fronteras culturales por parte del flujo de los «bienes» donde la cultura es entendida como un sistema de significados vinculado y localizado» (Appadurai, 1986). El sistema cultural se convierte así en un satisfactor, en el sentido propuesto por Manfred Max Neef y otros (1986) con el modelo de Desarrollo a Escala Humana.

De acto creativo a bien económico

Las ICCs, en tanto contexto de significación, se convierten en el ámbito donde el valor de uso y de cambio que adquiere la oferta de este sector es transformado de manera constante, dado que se trata de un proceso de asignación de significados (Douglas e Isherwood, 1979; Zallo, 2006).

La forma simbólica que resulta de un acto creativo realizado por un artista, diseñador, dramaturgo o similar, es la acción por la cual un individuo o colectivo organiza y dota de significados a elementos tangibles o intangibles, como puede ser una composición musical, una escultura, un diseño arquitectónico o el software de un videojuego. En este estado inicial no posee necesariamente valor de cambio o económico.

Entonces, ¿en qué momento la forma simbólica se convierte en un bien creando valor económico? De acuerdo con Thompson (1990). las formas culturales son objeto de procesos de valoración social en donde el valor simbólico es descripto como «el valor que tienen los objetos en virtud de las maneras en que, y del alcance por el cual, son estimados por los individuos que los producen y los reciben». Al ser ponderada económicamente, dicha forma simbólica o acto creativo pasa a ser un bien cultural con valor de cambio o lo más cercano a asimilar entre bien y mercancía. El consumidor (los públicos o audiencias) deja así de tener una función pasiva para ser un agente activo que tiene plena incidencia en los procesos económicos de este sector. Los supuestos ortodoxos que buscan explicar los comportamientos económicos en la racionalidad y el individualismo no aplican en este contexto, un tema central para comprender y dar forma a los desempeños emprendedores en las ICCs.

Emerge así una dimensión dual al analizar los bienes simbólicos (que pueden adquirir la forma de bienes tangibles, servicios, contenidos o experiencias). En su faz simbólica poseen un valor específicamente cultural e intangible que se corresponde con una narrativa particular que habrá de apelar (o no) a gustos, intereses y sentidos de determinados públicos.

Pero a su vez también pueden ser caracterizadas como «mercancías» en donde el valor cultural y el valor económico pueden permanecer relativamente independientes, aunque la adjudicación de un valor económico puede reforzar su consagración cultural (Bourdieu, 1993). También según Bourdieu, el adjetivo cultural implica considerar las dimensiones intelectuales, estéticas, históricas, artísticas, emocionales, identitarias y científicas. Ortega Villa (2009) propone el esquema de la Imagen 2 para comprender la transición de «acto creativo» o forma simbólica a «bien cultural» con valor de mercado.

Este proceso de conversión de la forma simbólica a bien cultural con valor de cambio resulta de la circulación de dicha forma simbólica a través de la sociedad, trayecto en el cual va adquiriendo significado para determinados públicos pudiendo esto traducirse en una adjudicación e incremento de su valor económico, permitiendo esto explicar una de las principales funciones de los emprendedores de las ICCs: la de crear las condiciones apropiadas en la sociedad para la circulación de los actos creativos con el fin de incrementar su valor simbólico y con ello su valor de cambio económico.

El sistema cultural, esto es, el ámbito social donde ocurren los procesos culturales mencionados, adquiere sentido al integrar el carácter dual y simultáneo en tanto cultura ideacional o intangible, así como cultura material o tangible. El ámbito ideacional está poblado por las creencias, los valores, las costumbres y tradiciones, las normas, los derechos, los comportamientos y las relaciones, en tanto que la cultura material se corresponde con la tangibilización de la anterior, pero no queda limitada a esto. Ambos modos interactúan entre sí y con el entorno incidiendo en los comportamientos y prácticas humanas –el «consumo cultural»– siendo esta una de las dimensiones de mayor complejidad para la gestión de los emprendimientos de las ICCs.

Analizado de este modo, es posible entender que existen múltiples formas de interacción entre la economía y la cultura generando actividades y modos de relacionamiento entre ambas dimensiones que ocurren tanto en la esfera de lo tangible como en el ámbito ideacional. Nos hallamos frente a un campo de tensiones de cuya comprensión y gestión dependerán los resultados de los procesos iniciados por el emprendedor de las ICCs.

Utilitarismo versus anti-utilitarismo

Esta omnipresente dualidad axiológica ha inspirado a Barbara Hernnstein Smith a hablar del «doble discurso del valor» en el campo de la cultura:

«Por un lado está el discurso de la teoría económica: el dinero, el comercio, la industria, la producción y el consumo, los trabajadores y los consumidores. Por otro lado, está el discurso de la axiología estética: la cultura, el arte, el genio, la creación y la apreciación, los artistas y los conocedores. En el primer discurso los acontecimientos se explican en términos de cálculo, preferencias, beneficios, precios y utilidad. En el segundo se explican o justifican los acontecimientos en términos de inspiración, discriminación, gusto (buen gusto, mal gusto, la prueba del tiempo, el valor intrínseco y el valor trascendente)» (Smith, 1988).

Visto desde esta perspectiva, nos encontramos ante una tensión fundamental creada por dos discursos aparentemente opuestos. Uno de ellos habla en términos de «utilitarismo» o «teoría de la utilidad» y presupone que la «racionalidad instrumental» es el único concepto legítimo y defendible de «valor». Su ideal está encarnado por el modelo de utilidad tradicional o el modelo de «elección racional» propuesto por la economía neoclásica.

El otro discurso habla en nombre del «humanismo» y del «anti-utilitarismo» y presupone una «racionalidad del valor» o «racionalidad sustantiva» como único concepto legítimo de valor.

Con respecto al concepto de valor del arte y de la cultura, su ideal está encarnado por el punto de vista de que la experiencia cultural (entendiéndose que esta puede ser de orden intelectual, estético, emocional, artístico, identitario o similar) tiene un valor propio que trasciende cualquier «utilidad» y debe protegerse contra cualquier tipo de reduccionismo. (Klamer, 1996). Añadiremos a estas consideraciones también la dimensión de lo social, entendida esta como aquella dimensión que trasciende lo estético para construir sentidos de pertenencia y participación.

Ahora bien, ¿qué factores determinan el valor económico de un bien cultural? Se trata aquí de un campo aún poco explorado. El profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia, Pau Rausell, plantea que en nuestra vida cotidiana recibimos y vivimos experiencias simbólicas continuamente, y estamos dispuestos a pagar por el talento y por la creatividad (elementos definitorios del producto cultural), por la manifestación estructurada y ordenada de esa creatividad y por otros elementos derivados de condicionamientos y ‘obligaciones’ sociales (Rausell, 2013). De esta manera configuramos el/un valor de mercado del producto cultural resultante, nuevamente, de la combinación de valores diversos.

Coincidentemente, el economista australiano David Throsby señala en su obra de 2001 Economics and Culture, que el carácter de valor cultural es otorgado a un bien en virtud de seis características: el valor estético, el valor espiritual, el valor histórico, el valor simbólico, el valor social y el valor de autenticidad. Además, Throsby (2001) plantea que la principal dificultad radica, nuevamente, en la dualidad conceptual del bien cultural que puede ser mensurable: el valor cultural y el valor económico. El primero es de rango ordinal, dado su carácter cualitativo y multiatributo ya que este valor dependerá de los aspectos anteriormente mencionados: contenido de la creación artística, esencia intelectual, significado de la identidad social y emocional y otros. Dado el carácter subjetivo de todos estos elementos y definido por las elecciones individuales, el grado de conocimientos y las experiencias acumuladas, su ponderación será siempre sujeto de debate.

Desde la perspectiva de Throsby, en el caso del valor económico, ya sea por su condición de bienes públicos, por el significado social que comportan, o las externalidades que procuran, su valor puede caer fuera del mercado o, al menos, no expresarse de forma conveniente a través de los precios. Será necesario delimitar el campo de análisis, ya que en el caso de, por ejemplo, bienes históricos patrimoniales, su valor puede estar determinado por el conjunto de rentas generadas en base al valor de los edificios y terrenos, o por el flujo de bienes y servicios al que puede dar lugar (usos turísticos, objetos mercantilizables, empleo derivado, etc.). Estos pueden ser puntos de partida apropiados, dando lugar a ponderaciones de tipo cardinal. En todos los casos es posible identificar vinculaciones con los supuestos planteados por la Teoría de Valores que revisaremos más adelante.

¿Qué se compra cuando se «compra cultura»?

Si pudiéramos probar concluyentemente que el valor económico de la cultura es igual a cero, ¿Impediríamos que los niños aprendan a dibujar?

Robert Peston, Ex editor de economía de la BBC

Si el concepto mismo de cultura posee una doble significación ubicada entre lo utilitario y lo simbólico, el «consumo» de lo cultural entraña asimismo una compleja trama de significaciones. ¿Qué se compra en realidad cuando se compra un libro, la entrada a una función de teatro o cine, un videojuego o se encarga un diseño gráfico a un especialista?

Consumir –desde la perspectiva económica ortodoxa– se relaciona con la utilización y el desgaste de «algo», con la adquisición y posesión para su disfrute y la obtención de significados de un «algo» que habrá de satisfacer necesidades, deseos o intereses y que podrá tomar la forma de bienes, servicios, contenidos y también experiencias.

De acuerdo con Solomon el análisis del comportamiento de consumo es el estudio de los procesos relacionados cuando individuos o grupos seleccionan, adquieren, utilizan o disponen de productos, servicios, ideas o experiencias con el fin de satisfacer necesidades y deseos (Solomon, 1996). En la literatura se asume que una compra es la respuesta a un problema dado y es el resultado de procesar y evaluar información y seleccionar la mejor opción posible.

Las comillas en «consumo cultural» refierenaqueenelcampodelasICCsnosetrata del consumo tradicional de un bien sino de la relación que los individuos establecen con un objeto simbólico que adoptará formas tangibles e intangibles, durables o efímeras. Al leer un libro o mirar una película, ¿se la está «consumiendo» en el sentido ortodoxo del consumo?

García Canclini define al consumo cultural como «el conjunto de procesos de apropiación y usos de productos en los que el valor simbólico prevalece sobre los valores de uso y de cambio, o donde al menos estos últimos se configuran subordinados a la dimensión simbólica» (García Canclini, 1993). Y esta es una dimensión central en el proceso emprendedor en las ICCs.

La condición para que aquello generado en el campo cultural pueda adquirir valor de cambio es que «no sólo debe producir valor de uso, sino valores de uso para otros, valores de uso sociales» (Marx, 1978). En el caso de los elementos de las ICCs el valor de cambio resulta del acuerdo entre múltiples consumidores culturales relacionados, quienes incrementarán o reducirán el valor de acuerdo con los acontecimientos sustentados en sus propios juicios (Douglas e Isherwood, 1979). Estos bienes poseen «el cuerpo de la mercancía» (Marx, 1978) definido por sus cualidades «reales» y también por las cualidades «supuestas», las cuales se corresponden a las representaciones sociales elaboradas respecto de él, que pueden o no estar en correspondencia con las reales. La particularidad que poseen estos bienes es la de constituirse en formas simbólicas que son definidas como «acciones, objetos y expresiones significativas de varios tipos» (Thompson, 1990), que además se caracterizan por ser intencionales, convencionales, estructurales, referenciales y contextuales (Geertz, 2001).

«Las mercancías culturales están dotadas así de un valor percibido acordado entre múltiples consumidores asociados quienes, reunidos en conjunto, gradúan la importancia de los acontecimientos, ya sea manteniendo antiguos juicios o revocándolos» (Douglas e Isherwood, 1979).

El artículo completo está disponible en el número 107 de la Revista Ábaco.
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