Extracto del artículo publicado en el nº 101-102 de la Revista Ábaco
Sebastián Álvaro
Periodista
Creador de Al filo de lo imposible
La última mitad del siglo XX supuso el apogeo de la pulsión aventurera iniciada más de un siglo antes, con el nacimiento del alpinismo y la nueva relación con la Naturaleza impuesta por el Romanticismo. En la primavera de 1953 Edmund Hillary y Tenzing Norgay alcanzaron la cima del Everest, logrando concluir lo que muchos equipos británicos habían intentado desde 1921. Era casi un acto de justicia poética, aunque no exento de paradojas, que fuesen un neozelandés y un sherpa los que lograsen terminar el esfuerzo de burgueses ingleses como Mallory, Irvine, Norton o Bruce. Aquella noticia llegó a Londres el mismo día de la coronación de la reina Isabel logrando una repercusión que, quizás con la excepción de la llegada del ser humano a la Luna, no se había conocido en el siglo XX.
La diferencia es que la llegada del ser humano a la Luna ya es el triunfo de la tecnología que se ha impuesto al espíritu aventurero, basado en la utilización de los «medios justos», el «fair play», y convertido en «el arte de hacer más con menos».
Quizás la conquista del Everest —junto a las anteriores del Polo Norte y Polo Sur— fue el símbolo de la conquista de los extremos de la Tierra, del «impulso indómito por explorar lo desconocido que late en el corazón del hombre», que fue la respuesta condensada de Georges Mallory a un periodista, poco antes de partir a la que sería su última expedición a la montaña más alta del mundo. La llegada a los «Tres Polos de la Tierra», cómo fueron bautizados, quizás sea el mejor símbolo de la Aventura del siglo XX, tan aventurero y contradictorio —catastrófico y magnífico a la vez— en el que se exploraron los últimos espacios en blanco de los mapas y se alcanzaron los últimos lugares más inaccesibles de la Tierra. Junto a exploraciones de desiertos como el Taklamakán, y otros lugares remotos de Asia central, incluida la entrada en la misteriosa y prohibida ciudad de Lhasa, se unen el reconocimiento de los grandes ríos de Asia y África y, con reparos, las últimas grandes selvas. La exploración del cañón del Yarlung Tsangpo, justo al mismo tiempo que Irvine y Mallory desaparecen muy cerca de la cumbre del Everest, se convertirá en todo un símbolo del afán aventurero que impulsa la Ciencia y la Geografía en todo el planeta. Más tarde, tras la Segunda Guerra Mundial, y gracias a los adelantos técnicos derivados de la gran contienda, el proceso de llegar hasta el último lugar no hollado por el ser humano se acelera. De esta forma se lograrían escalar las catorce montañas que superan los ocho mil metros en muy poco tiempo. Resulta sorprendente, y notable, que después de repetidos intentos frustrados durante más de cuarenta años, en tan solo quince años se accede a las cimas de todas esas grandes montañas; es el tiempo que pasa entre la primera expedición francesa al Annapurna (1950) hasta 1964, cuando una expedición chino-tibetana llega a la cumbre del Shisha Pangma.
La España que hizo posible la plena incorporación de nuestro país, no solo a las instituciones democráticas, económicas y sociales, sino también a la gran Aventura. La que hizo posible que existiese un programa de televisión como Al Filo de lo Imposible.
El artículo completo está disponible en el número 102 de la Revista Ábaco.
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