FOTO: Sara Janini
Extracto del artículo publicado en el nº 116-117 de la Revista Ábaco
Juan Ignacio Castién Maestro
Doctor en Políticas y profesor
Universidad Complutense de Madrid
¿Cómo entender el neocolonialismo?
El término neocolonialismo es hoy muy popular, aunque no siempre se utiliza con el mismo sentido. En su acepción más habitual, y literal, puede ser entendido como una nueva modalidad del viejo colonialismo. Se habría pasado así del antiguo sistema colonial a una forma más indirecta de dominación. El colonialismo clásico implicaba una subordinación política directa, con la presencia de tropas y funcionarios extranjeros, el frecuente asentamiento de colonos y la existencia de una discriminación legal expresa hacia la población nativa. El neocolonialismo resulta mucho más sutil. Aquellos países sometidos al mismo disfrutan de los atributos formales de soberanía, mantienen relaciones diplomáticas con otros Estados y forman parte de distintos foros internacionales. Sus habitantes son súbditos de pleno derecho y su clase política es íntegramente nativa, empezando por sus Jefes de Estado. El salto cualitativo con respecto a la situación anterior ha sido inmenso. En este aspecto, las distintas revoluciones anticolonialistas que se fueron sucediendo en África y en otros lugares han obtenido un éxito rotundo.
Empero, este cuadro tan optimista se ensombrece bastante cuando miramos las cosas desde otro punto de vista. Las antiguas colonias están lejos de haberse equiparado económicamente a sus antiguas metrópolis. Bien es cierto que algunas se han convertido en potencias emergentes, como ocurre con India, pese a la miseria que sigue atenazando a una gran parte de su población. Pero en su mayoría, y ante todo en el África Subsahariana, la brecha continúa siendo inmensa. No se trata únicamente de diferencias en la renta per cápita que superan los dos dígitos, ni de la pobreza masiva. Más allá de estas obvias diferencias cuantitativas, persiste una patente dependencia económica. Una gran parte de las excolonias, sobre todo las africanas, se encuentran a día de hoy privadas de los atributos fundamentales de la soberanía económica. Confinadas en el rol de exportadoras de productos primarios, a veces en régimen casi de monocultivo, sus ingresos se encuentran sujetos a los vaivenes de un mercado internacional sobre el que apenas ejercen ningún control. Sin una mínima diversificación económica, han de importarlo prácticamente todo. Terriblemente endeudadas las más de las veces, se hallan desprovistas de la más mínima autonomía financiera, al tiempo que ha de dedicar una parte importante de sus escasos recursos al cumplimiento de sus obligaciones como prestatarios, cosa que además raramente consiguen. A todo ello se añade asimismo la frecuente explotación total o parcial de sus recursos por parte de empresas extranjeras. Una economía débil da lugar además a una moneda débil, con la consiguiente hambre de divisas, de ordinario difíciles de conseguir, así como con todos los concomitantes desequilibrios inflacionarios. Cuando no es el caso, como en los países que usan el franco-CFA, el remedio puede resultar aún peor que la enfermedad, al atarse al euro con un cambio fijo que no se corresponde con las necesidades particulares de sus economías.
Es fácil de entender el nexo entre dependencia económica y dependencia política. La sumisión a los dictados de los países occidentales constituye así a menudo un requisito obligado para renegociar antiguas deudas, recabar nuevos préstamos o atraer más inversiones. En muchos casos, puede irse más lejos, con una injerencia más directa. El derrocamiento y promoción de mandatarios ha sido una práctica frecuente, especialmente cuando se ha tratado de librarse de personajes incómodos, como Lumumba, Bokassa o Sankara. No obstante, la situación varía mucho de unos países a otros. Resulta obvia la diferencia en cuanto a su margen de maniobra entre la clase política y empresarial nigeriana y la de pequeños países como Benín. Por ello, no parece apropiado reducir los gobiernos africanos a la mera condición de títeres de Occidente. Su común debilidad no les deja totalmente inermes. Disponen de su propia base de poder y ésta, como fue el caso de Mugabe, les ha permitido incluso resistir durante décadas en el poder, pese a un devastador bloqueo internacional. Si su relación con las potencias occidentales puede entenderse en términos del binomio patrón-cliente (BADIE, 1992), debe tenerse entonces también en cuenta que el cliente no suele encontrarse nunca en una posición de absoluta indefensión con respecto a su patrón. Puede ser un aliado valioso, al que convenga mimar, o puede contar también con otras fuentes de recursos y, sobre todo, con otros potenciales patrones a los que vincularse, sobre todo en estos últimos tiempos gracias a la creciente presencia china y rusa en el continente.
Los niveles de dependencia económica varían, pues, enormemente y con ellos también los de dependencia política. El escenario es además fluido y cambiante, de modo que no tiene por qué resultar imposible ganar una mayor autonomía, pero tampoco perderla. Llegados a este punto, se nos plantean entonces varias cuestiones centrales a las que vamos a intentar ir atendiendo en este artículo, sin aspirar en modo alguno a ofrecer ninguna respuesta definitiva. La primera de ellas atañe a la génesis histórica de esta situación neocolonial. La segunda a su posible funcionalidad en el marco del sistema capitalista mundial. Y la tercera, y última, a las potenciales repercusiones sobre África del creciente conflicto por la hegemonía mundial.
El neocolonialismo. Génesis y funciones
Diversos autores ya clásicos (AMIN, 1986 y 1994; FANON, 1963; NKRUMAH, 2010) han definido este neocolonialismo económico y político como una nueva etapa dentro de todo un proceso histórico de dominación iniciado con la Era de los Descubrimientos y el inicio de la trata esclavista a mediados del siglo XV. En el curso de este proceso, el África Subsahariana habría ido convirtiéndose de manera progresiva en una región periférica dentro de una economía-mundo capitalista en formación (WALLERSTEIN, 1979). La colonización directa desencadenada a mediados del siglo XIX habría supuesto su fase álgida, mientras que las descolonizaciones del siglo XX no habrían entrañado su plena superación, la cual permanecería aún como una tarea pendiente.
A partir de esta constatación, acertada en términos generales, se acostumbra a dar un paso más allá, paso que, como iremos viendo, capta ciertos aspectos claves de esta realidad, pero quizá también minusvalora otros de gran importancia. Se sostiene en síntesis que la posición periférica que ocupa África de facto, junto con el conjunto del así llamado ahora Sur Global, es también la base de su rol específico dentro de la economía global. A la periferia se le atribuye un papel estratégico como suministradora de materias primas relativamente baratas, pero también de una amplia gama de productos primarios e industriales a bajo precio. Es esta disminución en los costes la que hace posible el buen desempeño de las economías desarrolladas y, en consecuencia, el funcionamiento y la pervivencia del sistema capitalista mundial. Se pasa así de una explicación en términos históricos, referente a cómo se ha ido conformando en el curso de los siglos la actual estructura económica mundial, a otra de carácter funcionalista, en donde más allá de cualquier proceso histórico concreto, la primacía explicativa reside en la función atribuida a cada una de las partes del sistema.
Este enfoque funcionalista puede extenderse además fácilmente al ámbito político. Así, la subordinación presente en este último campo puede entenderse no sólo como una consecuencia de la dependencia económica, sino también como una herramienta al servicio de la misma. La existencia de una casta política local ligada por múltiples intereses a las potencias extranjeras va a ser contemplada, de este modo, como una condición facilitadora, por ejemplo, de los expolios de recursos naturales a manos de las multinacionales o de una represión encaminada a yugular cualquier lucha por la mejora de las condiciones laborales. Con todo ello, la corrupción y desgobierno frecuentemente señalados, con toda razón, entre los grandes responsables del marasmo económico africano, adquieren ahora una nueva dimensión. Dejan de ser meros problemas de hecho, para convertirse en componentes de un todo funcional. De ahí que entonces que su superación se conciba también como intrínsecamente ligada a la de la dependencia neocolonial en su conjunto.
Aplicando además el utillaje teórico propio de un cierto marxismo, se sostiene la existencia de una transferencia neta de valor desde la periferia al centro, es decir, de una explotación en el sentido técnico. La misma puede luego discurrir por distintas vías. Puede que la estructura de precios internacional, modelada por los grandes monopolios con sede en los países centrales, fuerce los precios a la baja. Pero puede también que por el mero juego de la oferta y la demanda, se acaben imponiendo unos precios mundiales que penalicen a los proveedores menos productivos radicados en la periferia en beneficio de los más eficientes del centro, achicando así los márgenes de beneficio de los unos y ensanchando los de los otros (AMIN, 1986). Por último, es muy posible que las remuneraciones salariales por trabajos semejantes sean ostensiblemente más bajas en los países pobres. Esta diferencia puede incrementar los beneficios para las multinacionales afincadas en la periferia, que en gran medida luego son repatriados. También puede propiciar que los precios de los productos exportados por la periferia terminen sensiblemente rebajados. Como quiera, el resultado es de nuevo una transferencia neta de riqueza desde la periferia hacia el centro.
Estos bajos salarios pueden serlo aún más desde el momento en el que no se espera que los mismos sean capaces de asegurar una plena manutención de los trabajadores y de las personas a su cargo, ni de garantizar en particular una crianza satisfactoria de la siguiente generación, llamada a relevarles. Ambas quedan más o menos aseguradas gracias a otras fuentes de recursos, como ocurre con el desempeño de otros trabajos o de pequeñas actividades comerciales, pero también con la consagración a una agricultura familiar de subsistencia por parte de los distintos miembros de la unidad doméstica (MEILLASSOUX, 1990).
Esta concepción general presenta algunas implicaciones muy profundas. La primera de ellas estriba en que, de acuerdo con la misma, la pobreza africana, y la «tercemundista» en general, tendrían un carácter en gran parte inducido desde fuera. No serían algo que se pudiera achacar en exclusiva a las propias carencias intrínsecas de estas sociedades, tales como el medio natural, el retraso histórico acumulado, la elevada corrupción, el desgobierno, los conflictos internos o ciertas tradiciones heredadas. Esta pobreza externamente inducida sería, en última instancia, el resultado de un lugar impuesto dentro de la división internacional del trabajo, del que se haría harto difícil escapar. La razón estribaría en que el régimen de intercambios comerciales en el que se participa dificulta la acumulación de un excedente lo suficientemente voluminoso como para financiar un proceso de industrialización autónomo. Yendo más allá, se pasa a sostener también que todo este subdesarrollo de la periferia sería una condición necesaria para el desarrollo de los países centrales. Dicho de otro modo, la pobreza de la periferia y la riqueza del centro se presupondrían mutuamente, como las dos caras de una misma moneda. Una miseria masiva a escala mundial sería el precio que pagaría la humanidad a cambio del correcto funcionamiento de la economía capitalista global. Resultaría utópico, por ello, esperar cualquier desarrollo substancial y continuado en la periferia sin una previa modificación drástica en la división internacional del trabajo.
El último paso en este proceso de razonamiento estriba en la consideración de que dado que esta economía capitalista mundial detenta este carácter jerarquizado entre un centro y una periferia, el capitalismo ha de encontrarse intrínsecamente ligado a una jerarquización de este tipo. De aquí se desprendería que bajo este sistema resultaría sencillamente imposible la salida del subdesarrollo.
El artículo completo está disponible en el número 116-117 de la Revista Ábaco.
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