Extracto del artículo publicado en el nº 116-117 de la Revista Ábaco

Pablo Sánchez Blasco
Lector de español MAEC-AECID
Universidad de El Cairo (Egipto)

En el año 2002, el director Enrique Urbizu estrenó su película La caja 507, un thriller ambientado en el sur de España que costó mucho esfuerzo producir, que no tuvo demasiada suerte en la taquilla y que, sin embargo, se ha convertido en un clásico moderno de nuestro cine. Seis años después de su estreno, Urbizu recordaba en un artículo las reticencias que había en aquella época hacia el thriller como género. Él mismo defendía que el cine negro hecho en España siempre había olido «a chamusquina y a imitación. Es un cine sin verdad ni profundidad, porque no tenía nada que contar» (URBIZU,
2008: 226).

Tras una «edad de oro» (NAVARRO, 2020) del género en los años 50, el thriller policíaco había regresado a España con El crack (1981) de José Luis Garci en una línea de «mitificación del cine negro clásico» (MEMBA, 2020: 169) continuada después por Pilar Miró o Imanol Uribe, entre otros. En los años noventa, ese thriller se consolidó en la industria por trayectorias tan diversas como la crónica de sucesos (Vicente Aranda), el policíaco de autor (Pedro Almodóvar, Álex de la Iglesia, Gonzalo Suárez), el cine sobre terrorismo (Imanol Uribe, Helena Taberna) o una «variante progresivamente abstracta y estilizada, de vocación cosmopolita» (HEREDERO y SANTAMARINA, 2002: 71) representada por los jóvenes Alejandro Amenábar y Juan Carlos Fresnadillo.

No obstante, es cierto que La caja 507 aportaba algo al thriller de su tiempo que, en aquella época, no recibió el suficiente interés. Se trataba de una historia policíaca inmersa en la realidad española e impasible tanto a las evocaciones nostalgicas del neo noir como a la imitación directa del thriller americano. El film de Urbizu proseguía así el camino emprendido con su anterior película Todo por la pasta (1991) junto a obras tan interesantes como Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995) de Agustín Díaz Yanes o Los lobos de Washington (1999) de Mariano Barroso. Mientras los escándalos de corrupción política empezaban a ganar espacio en la prensa nacional, estos thrillers moldearon la fórmula del género para hablar de problemáticas sociales y recordarnos que el film noir «no solo es un asunto estético, sino también y sobre todo ético» (URBIZU, 2008: 219).

Unos meses antes de La caja 507, se había emitido en televisión la miniserie Padre Coraje (Antena 3, 2002) de Benito Zambrano. Esta producción de tres episodios narraba el caso real de Francisco Holgado, un padre infiltrado entre los asesinos de su hijo para reunir pruebas. La miniserie fue rodada con ambiciones inusuales y un reparto de primera línea encabezado por Juan Diego. Su estreno recibió los elogios de la crítica y también el respaldo de los espectadores, obteniendo un 29% de cuota de pantalla durante su emisión.

La confluencia de ambas obras en el año 2002 puede señalarse como el inicio de una nueva etapa en el thriller español de principios de siglo, caracterizada por tratar temas de la realidad española desde las formas ya naturalizadas del género. En palabras de Enrique Urbizu, consistía en transmitir «un cierto espíritu de denuncia, con un especial nervio narrativo sin adornos estéticos» (FERNÁNDEZ, 2012: 35), una definición coherente con la novela policíaca de su época, que «prescinde de la acción espectacular y prioriza los conflictos sociales o emocionales de unos personajes que en muchos casos son más importantes que la investigación» (FRECHILLA, 2013: 46).

La recuperación de la honra

La caja 507 de Urbizu comparte numerosos elementos con Padre Coraje de Zambrano. Las dos inspiran sus tramas delictivas en las páginas de sucesos de la prensa. En el caso de Zambrano, narra la historia real de un hombre cuyo hijo fue asesinado en una gasolinera y, ante la indolencia de las instituciones, se infiltró en el grupo de sus asesinos para grabar una confesión. La película de Urbizu, por su parte, ensambla recortes de periódico sobre atracos a oficinas bancarias, recalificación de terrenos incendiados y la presencia de mafias extranjeras en la Costa del Sol. En el guion escrito junto a Michel Gaztambide, el padre de una adolescente, fallecida en un incendio, encuentra pruebas que identifican a los responsables del fuego, pero, en vez de acudir a la justicia, trama una venganza para arruinar sus vidas.

En ambos casos encontramos a un personaje representativo de la clase media que, agotada su paciencia con las instituciones del país, se arroga la tarea de impartir justicia. Este conflicto entre la obediencia a un sistema de derecho y la intuición de una justicia poética divergente —definida en términos de venganza, sobre todo en La caja 507— genera un conflicto moral que tiene su historia en las letras españolas. En el teatro de Lope de Vega, por ejemplo, los excesos de la nobleza repercutían en el pueblo hasta provocar un estallido casi revolucionario en Peribáñez y el comendador de Ocaña (1614) o Fuenteovejuna (1617), pues «solamente con la venganza, el pueblo puede recibir de nuevo su honra» (SMITH y SCHROTH, 2013: 142).

La apuesta o la imitación del thriller americano se atenúa así por un contexto y unas necesidades narrativas ancladas en la tradición nacional. A pesar de las garantías del sistema democrático, las dos historias nos descubren una sociedad marcada por tensiones violentas en ambas direcciones. Mientras los mafiosos de La caja 507 operan fuera de las leyes por su cercanía al poder económico, los delincuentes y los drogadictos de Padre Coraje lo hacen amparados por un espacio de marginalidad que a nadie interesa disolver.

Los protagonistas de las dos obras son descritos como hombres corrientes, antihéroes cotidianos, herederos de los valores de la clase media española pero capaces de prescindir de ellos en una situación que amenaza su honra. Su modelo ofrece al público la experiencia de un desagravio popular, una manera de ajustar cuentas en la ficción con una realidad insatisfactoria. Como bien sabía Lope de Vega, «al público le gustaba ver la justicia en el teatro y también reconocía el deseo universal de ver la venganza cuando era necesaria para llevar a cabo la justicia poética» (SMITH y SCHROTH, 2013: 145).

En cuanto a la puesta en escena, las dos películas son buena muestra del estilo de sus autores. La dirección de Urbizu extrema la condensación narrativa mediante un trabajo de exactitud visual en el que los personajes se miden a través del montaje. Bajo la premisa de que «las soluciones estéticas y narrativas han de estar muy ajustadas a la moral de la historia» (URBIZU, 2008: 219), el cineasta evita la tentación del espectáculo para transmitir de manera minimalista el dolor y la angustia de los personajes.

Por su parte, Benito Zambrano, que venía de ganar el Premio Goya con su primera película Solas (1999), plantea al espectador una oposición ética y estética entre dos mundos. Por un lado, una realización más convencional describe los ambientes de clase media urbanos y las profesiones relacionadas con la ley. En el lado opuesto, reaparece la imaginería del extrarradio vista «en el cine quinqui de los años ochenta y el cine de delincuencia juvenil de los noventa» (HERRERA, 2018: 642), pero renovada mediante una puesta en escena naturalista, el uso de la cámara en mano y unas interpretaciones capaces de humanizar a los personajes, sacándolos del estereotipo y provocando nuestra comprensión.

Las obras de Urbizu y Zambrano recogen así el descontento de la sociedad española a través de unas narrativas beneficiadas por el suspense y la tensión. Tras Padre Coraje llegaría una escalada de telefilms sobre la crónica negra española, difundida por los programas sensacionalistas de las cadenas privadas y beneficiada por la Ley General de la Comunicación Audiovisual de 2001 (ROMERO, 2015: 259). Casos criminales como el del alcalde de Fago, el secuestro de Mari Luz o el asesinato de Rocío Wanninkhof recibieron sus rostros de ficción hasta hacer del homicidio una constante de la actualidad española. Estas ficciones pronto evolucionaron hacia trabajos de mayor calidad como Desaparecida (TVE, 20072008) o Guante blanco (TVE, 2008), ambas de Bambú Producciones, en las que se aprecia una descripción minuciosa de los procedimientos policiales en un contexto realista con el que los espectadores podían sentirse identificados.

La ficción policíaca continuó esta tendencia de crecimiento en el cine con nuevas adaptaciones de Vázquez Montalbán (The Galíndez File, Gerardo Herrero, 2003) y Lorenzo Silva (El alquimista impaciente, Patricia Ferreira, 2002). De igual manera, persistieron las propuestas de veteranos como Mariano Barroso (Hormigas en la boca, 2005), Vicente Aranda (Canciones de amor en Lolita’s Club, 2007) o Antonio Hernández (El menor de los males, 2007) mientras jóvenes directores apostaban por el género en La noche de los girasoles (Jorge Sánchez-Cabezudo, 2006), La distancia (Iñaki Dorronsoro, 2006) y 25 kilates (Patxi Amezcua, 2008).

Los tiempos de los prejuicios y las negativas llegaban así a su fin.

Un género para una crisis

A partir de los años 2007 y 2008, la política española sufrió el envite de una gran recesión en la economía mundial, acompañada de numerosas evidencias de una corrupción generalizada y del hartazgo de una ciudadanía presa de la indignación. La inestabilidad política no se reflejó inmediatamente en las ficciones audiovisuales, pero, si hubo un género que supo recoger este ánimo, fue sin duda el thriller.

De la gran cantidad de obras estrenadas durante esta década, es posible agrupar cuatro tendencias unidas por el suspense, la acción y un espíritu de denuncia más o menos declarado. Una primera corriente presentó un thriller con «un nuevo dinamismo que comienza a distanciar al policiaco español del cine negro clásico, más contemplativo, más pausado, para aproximarlo al thriller de acción estadounidense» (MEMBA, 2020: 189). Celda 211 (2009) de Daniel Monzón fue, seguramente, el ejemplo más representativo tras recibir 8 Premios Goya en febrero de 2010. El cineasta propuso un thriller carcelario —un género muy poco frecuentado en el cine español— donde el motín de unos presos desvelaba las corruptelas gubernamentales, la violencia policial o el desinterés por las clases más bajas de la población. En su siguiente El niño (2014), Monzón regresó al género para retratar el tráfico de drogas en el estrecho de Gibraltar con una estructura clásica del cine de gángsters.

Entre otras muchas películas, Enrique Urbizu combinó los excesos policiales con el terrorismo islámico en No habrá paz para los malvados (2011), ganadora también de 6 Premios Goya; Agustín Díaz Yanes extendió en Solo quiero caminar (2009) la reivindicación feminista de Nadie hablará de nosotras… mientras Daniel Calparsoro cuestionó en Invasor (2012) la participación española en la Guerra de Irak y adaptó el heist film a la corrupción política en Cien años de perdón (2016).

El artículo completo está disponible en el número 116-117 de la Revista Ábaco.
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