Relato publicado en el nº 116-117 de la Revista Ábaco

José Ignacio Fernández del Castro

Alí sentía en su cabeza la misma bruma densa que fragmentaba el paisaje en mil trazos hasta disolver los límites entre el gris, el verde y el azul…

Miraba, en ese arranque del tercer milenio, hacia el mar con ojos húmedos, hacia ese Norte apuntado por el pequeño cerro que sus oscuros pies hollaban, hacia un horizonte enmarcado por el colosal abrazo de hormigón en cuyo centro se sentía perdido…

¡Qué distinta esta luz espesa, casi sólida, de la brillante levedad del aire en su tierra natal!… ¡Qué diferente la cambiante oscuridad bravía, en estas aguas cantábricas, de la luminosidad transparente del mar en su Golfo de Guinea!… ¡Qué ruptura entre la monumentalidad urbanita del Elogio del Horizonte y la totémica sencillez de cada imagen buaké…

Y, sin embargo, ¡qué tremendas, acaso terribles, simetrías encontraba en todo ello!… ¿Estaría ya plenamente inmerso en un torbellino de lo que su pedante profesor de Ética llamaba «aculturación»?

Tal vez eso no era más que un nombre aséptico para el doloroso recuento de tantos naufragios interiores.

Y es que Alí había nacido en aquel año 1987 que aparecía ya tan distante ante sus ojos africanos… Justo en el inicio del naufragio social de un sueño de prosperidad roto en su país por la «crisis del cacao». Así que sus primeros balbuceos tuvieron como fondo el embargo del cacao y del café decretado para intentar mantener su precio en el mercado internacional; y cumplía dos años cuando Félix Houphouet-Boigny, presidente hasta entonces indiscutido, debía ceder a la presión de las grandes multinacionales del sector vendiéndoles todas las reservas de producto acumuladas ¡a bajo precio!… Y tuvo que oír, en los augustos labios presidenciales, su primera culpabilización colectiva: «¡el cacao nos ha perdido a todos!».

Alí, un bete originario del Departamento de Bauké, miembro de un clan familiar animista, como casi la mitad de sus compatriotas, que había buscado asiento en Abiyán animado por el tránsito de la autonomía, 1958, a la independencia, 1960, de Costa de Marfil con respecto a Francia… Había nacido ya allí, en esa ciudad ufana, con sus más de dos millones de habitantes, capital del imperio colonial francés; allí había tenido sus primeras experiencias vitales ya inmerso en la «musulmanización» de los suyos, junto a la cuarta parte del país… Y eran muchos los que la habían sentido como el «segundo naufragio de los cercanos».

Fue entonces cuando se trasladaron por primera vez a Yamusukró, patria chica del eterno presidente que trataba, desde 1983, de ir trasladando los servicios administrativos de la capital hacia esa pequeña población de unos ciento veinte mil habitantes situada doscientos setenta y cuatro kilómetros al norte de Abiyán… Coincidió el nuevo tránsito con los fastos de la solemne inauguración, por el mismísimo Papa católico Juan Pablo II, de la más grande catedral del mundo cristiano, Nôtre-Dame de la Paix, para el culto de apenas un 20% de los habitantes de un país, a cuya ruina contribuyeron notoriamente esa construcción y los correspondientes festejos.

Allí se trasladaron, dentro de los servicios del personal laboral de la administración educativa, siguiendo la estela de una familia de viejos republicanos españoles exiliados primero en Francia y asentados, más tarde, en Costa del Marfil con responsabilidades políticas en la estructura escolar del país… Sus siguientes años de vida transcurrieron allí, bajo los ecos del semanario bauké Gazette Du Centre, que sus padres leían como mínima reivindicación de su origen frente al diario oficial francés Fraternité-Matin… Sus discursos, no obstante, eran bien parecidos: una sonora apología del presidente, «padre de la patria» y líder carismático del Partido, único, Democrático de Costa de Marfil. Alí leyó en esas páginas como el prócer había convertido la vieja capital del colonialismo galo en un emporio de prosperidad que lucía una estimable red ferroviaria iniciada ya en 1904, escolarizaba al 70% de su población menor de 15 años y al 20% de quienes tenían entre 15 y 19 años, empleaba el 30% del Gasto Público anual en educación, ofrecía el impresionante aeropuerto internacional de Abiyán-Port-Bouêt a los tráficos internacionales, producía ingentes cantidades de cacao y café a la vez que desarrollaba importantes industrias pesqueras, de extracción maderera y de perfumería, ostentaba el Museo de Arte Tradicional, la Biblioteca Nacional, el Instituto de Investigación Agrícola y Científica… Pero, mientras tanto, veía como los miles de inmigrantes de Malí o Burkina Faso, llegados en la época en que su joven nación era llamada «la Suiza africana», retornaban a su tierra o se hacinaban en los «bidonvilles» que crecían en los suburbios de Abiyán, Bauké o Gagnoa. Era un nuevo naufragio de su latido y su mirada, ya un tanto escépticos, ya casi adultos bajo la luz africana.

¿Qué había sido de los viejos ideales de la «africanidad» presentes en la declaración nacional de independencia, transmitidos vagamente por sus padres, retomados burocráticamente por sus amigos españoles?.

¿Qué había sido del espíritu que alentó las manifestaciones de marzo de 1990 en Abiyán frente a la bancarrota del país y que llevó al intocable Félix Houphouet-Boigny a anunciar en mayo su renuncia?…

¿Quién pagaría tantas crisis provocadas, quién restañaría las heridas y desgarros internos, quién aliviaría la deuda externa acumulada, quién revalorizaría los productos tradicionales de la antigua «niña mimada del postcolonialismo francés», dejada ahora de la mano de la metrópoli?

Preguntas sin respuesta, retos a los que parecía que Laurent Gbagbo, nuevo presidente, como lídetr del socialdemócrata Frente Popular Marfileño llegado al poder en el año 2000, apenas podía afrontar más allá de la venta al mejor postor de aquellos espectáculos de danzas tribales adornadas y edulcoradas para turistas europeos ávidos de los exotismos ficticios de la domesticada Laguna Ebrié.

Por eso él, en esos días, aceptaba la invitación hecha por sus amigos españoles para que realizase sus estudios en España, acogido por los familiares gijoneses con los que habían recuperado recientemente la perdida relación.

Y aquí estaba ahora, sintiéndose, una vez más, parte de un naufragio, de una zozobra que ya amenazaba también a la vieja Europa y al mundo entero, eufemísticamente «globalizado».

Él, que había llegado con su aliento africano casi maduro, se había visto rodeado de actitudes infantiles que eludían toda responsabilidad sobre la propia vida.

Él, que ansiaba todavía profundas inmersiones en la educación como fuente de conocimiento liberador, sólo encontraba apatías y desidias en una vieja escuela donde todos, profesorado y alumnado, parecían cumplir un ritual sin sentido lleno de supuestos de inutilidad y vacío.

Él, que esperaba encontrar otras formas más fructíferas de organización política, sólo había visto la disolución de los anhelos ciudadanos en medio de vagos discursos clientelistas que ya no convencían a nadie, festejos y oropeles para encubrir la nada, y el más variopinto catálogo de corrupciones… Vamos, el «pan y circo» de aquellos antiguos romanos de los, curiosamente, que había oído hablar a los maestros de su tierra y de los que aquí no había tenido noticia.

¿Quién era ahora realmente?… ¿Podía seguir considerándose un bete marfileño?… ¿Podía tan siquiera considerarse, en sus expectativas y en sus costumbres, un miembro de su propia familia marfileña?.

¿No tenían ya más peso, en su hoy y en su mañana, los lazos con sus amigos hispanofranceses, sus incipientes pisadas en Europa, los rastros que en su mirada iba dejando esta suerte de vida desproblematizada y, en tantos sentidos, vacía?.

Y lo cierto es que se sentía tan lejos también de cuantos adolescentes le rodeaban llenos de indolencia y de insolencia, de irresponsable negación del ayer y del mañana… Aunque, al fin y al cabo, él, que sabía bien de dónde venía, ya no sabía quién era; ellos, que ignoraban ostentosamente su historia, que lo veían a él con la mezcla de rechazo y atracción que produce la extrañeza, simplemente no querían saberlo… O quizás temían explorar su propia esencia por pánico ante una inconsistente nada que aún eran capaces de intuir.

Había oído que un antiguo actor americano tenía como lema «vive deprisa, muere joven y tendrás un bonito cadáver»; ahora la prisa, la evitación de toda huella y de toda raíz, de toda esperanza y de todo compromiso, parecían haberse convertido en mera cuestión de supervivencia para una buena parte de quienes le llamaban «colega»…

¿Qué había pasado?… ¿Quiénes eran sus verdaderos colegas?… ¿Aquellos seres extrañados de su propia historia con los que compartía ahora aulas y alguna, mínima, experiencia?, ¿sus antiguos amigos marfileños, ya casi adultos ante el flujo del tiempo vital africano?…

¡Qué lejanos parecían ahora los paseos de su primera infancia, sobre los hombros de su padre, por las arenas de la playa de Vridi!, ¡qué distantes los sabores pacientes del pollo en canari preparado por su madre!.

En fin…Se sentía un poco como aquellas gaviotas que, ante él, en sus hermosos planeos, parecían dejarse mecer, inertes, por las rachas de viento. Y era una sensación ambigua: desagradable por la pérdida de control sobre sí mismo (tan ajena, en realidad, a la cadencia precisa de las aves entre las nubes y las olas), deliciosa por la sensación de plácido balanceo ajeno a todo esfuerzo.

—¡Hola, amigo!— oyó que decían tras él, en un difícil castellano, mientras una mano de dorso negro azulado se apoyaba en su hombro.

—No temas… Me llamo Faruq… Te he visto tan inmóvil tanto tiempo, tan triste…— insistió la voz mientras Alí se volvía para ver un mocetón de curtida piel oscurísima, en la que parecía haberse prendido el color del azabache.

El voluntarioso y reciente amigo, que seguía hablando casi una cabeza por encima de Alí, resultó ser un bereber del Alto Atlas que, tras mil vicisitudes, ventas y reventas en mercados más oscuros aún que su piel, fue captado por las mafias que comerciaban con la esperanza africana ante el señuelo de la rica Europa. Más tarde, tras una dolorosa travesía del Estrecho de Gibraltar, fue abandonado a su suerte en una inhóspita playa que, tiempo después, supo cercana a Tarifa… Sorprendente y milagrosamente acabó por ser encontrado y ayudado por algunas personas, más o menos organizadas en favor de los que aquí llamaban “ilegales”, ocultándolo y alimentándolo hasta que un camionero se ofreció a llevarlo a un Norte más propicio… ¡Siempre el Norte!.

Y aquí estaba ahora… Faruq habló de su dura vida en la montaña. Y habló, sobre todo, de su primera y única visita al mítico mercado de Imilchil, al que los asombrados viajeros europeos han dado en llamar «el zoco del amor».

En Imilchil, en efecto, había comenzado su doliente periplo cuando, en medio de la seducción de los enamoramientos raudos, de los casorios súbitos y los divorcios inmediatos, cayó, bajo empalagosos halagos y aviesos señuelos, en las redes de los exportadores de la miseria africana hacia el paraíso europeo.

Con la boca abierta, Faruq había visto cómo los mercaderes de productos agrarios, ganado y artesanía se tornaban pálidos ante los afanes de los padres que buscaban pretendientes para sus hijas, las aceleradas negociaciones sobre la dote y la pronta extensión de los certificados matrimoniales por el cadí.

En su mirada atónita otros habían sabido sembrar la tentación de una vida más fácil y placentera tras las olas de un mar desconocido… Y prefirió ya esos sones de promesa a las hepáticas palabras de un rito amoroso que reivindicaba al hígado como fuente de sentimientos eróticos frente al tópico corazón occidental: «Tq chent tasa nou», tú has penetrado en mi hígado, afirmaba todo novio; «Oula kiy tasa nou», y tú en el mío, respondía toda novia.

Y en efecto, tras un atribulado viaje en camionetas y carruajes inmundos, hacinado junto a otros incautos de tribus diversas, había podido conocer el mar desde el horror de una singladura nocturna en una pequeña motora neumática para la que cada ola encerraba la agitación de una siniestra sombra de muerte.

En ese tránsito había dejado todos sus ahorros y la totalidad del producto de las ventas familiares en el mercado… Ahora debía ahorrar dinero para salvar las más inmediatas necesidades de los suyos y, sobre todo, para contribuir a mejorar un poco su situación, ocultándoles todas las tinieblas en las que se había visto envuelta su escapada europea… Aquí malvivía ahora vendiendo discos compactos pirateados por las calles, compartiendo un piso inmundo con otros quince africanos, procurando no dejarse ver demasiado para evitar problemas con la policía.

En realidad, sólo llevaba seis meses en España y le parecía una eternidad… Seis meses de costoso aprendizaje del idioma, de hiriente búsqueda de un modo de ganarse la vida… ¡Daría una parte de su vida por poder regresar a la cotidianidad exigente y dura del Alto Atlas!. Pero, tras comprar los discos pirateados a unos distribuidores que no admitían fianzas, contribuir al alquiler de la vivienda y solventar el problema del mínimo sustento diario, apenas le quedaba un poco de dinero con el que velar su triste sino ante los ojos, seguramente esperanzados, de sus mayores y hermanos.

Faruq ya no se podía permitir esa esperanza. No se podía permitir, siguiera, la ilusión de un regreso, cuyo coste económico excedía todo cálculo de posibilidades, por muy optimista que se fuese, cuyo coste anímico supondría la insoportable aceptación de la evidencia del fracaso. Por eso, cada vez se permitía también menos comunicaciones epistolares con su gente.

Apenas acertaba ya a aspirar a los pequeños impulsos de su historia de vendedor ambulante clandestino… Dejar los discos, siempre arriesgados y sometidos al peligro de que la mercancía fuese requisada por la policía, como ya le había ocurrido en una ocasión… Convertirse en vendedor de ropa sin marca, no falsificada. Pero esta mercancía era también más cara en origen y no podía disponer de dinero para hacerse con una cantidad mínima para iniciar la venta.
Sus relaciones se limitaban a los compañeros de piso, aquellos con los que compartía suelo, mantas y cocina… Le gustaría estudiar algo, pero no tenía tiempo y tenía un profundo miedo a la reacción de las autoridades locales ante su situación irregular.

En realidad, nunca había tenido demasiados problemas aquí… Sólo las burlas de algunas pandillas de jóvenes aburridos o de algún borracho, y la requisa de su mercancía por unos policías que lo asustaron un poco, pero no lo detuvieron.

Su única distracción habitual consistía en algunos discretos paseos solitarios cuando no disponía de nada que vender o la hora no era propicia para la venta… Este era uno de esos momentos y como, mientras aireaba sus sombras, había visto, también ensombrecido, a Alí, mirando ese mar, tan distinto ahora de aquel otro mar que a él le diera la esclavitud prometiéndole la libertad, había decidido hablarle.

Alí apenas pudo contestarle con algo más que su propio nombre… El discurso de Faruq sobre su propia vida había brotado de sus labios a borbotones, con el ímpetu del pequeño torrente de montaña que sabe que, tras el deshielo primaveral, le queda poco tiempo de alegre y rumorosa vida… Y él se sentía ahora íntimamente avergonzado por las baldías tribulaciones que poco antes le habían obsesionado.

Entre ambos se instaló, entonces, un silencio meditabundo enmarcado por la belleza de un ocaso que teñía de rojo una porción de cielo sobre las suaves curvas de la Campa Torres…

Comenzaron a descender hacia la Punta Liquerique. Al llegar al Puerto Deportivo, cuando estaban a punto de despedirse, Alí, sintó como un pinchazo la pérdida de sus levísimos conocimientos de árabe, limitados a un fugaz paso infantil por la escuela coránica, en el profuso manejo del francés y del castellano.

—¿Qué significa tu nombre, Faruq?— se atrevió a preguntar mientras todo el estallido postrero del ocaso parecía concentrarse en los enormes y profundos ojos del bereber.

—«El que distingue la verdad de la mentira»— fue la suave respuesta dirigida, junto a la mirada, hacia el suelo.

Alí se despidió brevemente y, mientras sus pasos lo alejaban de Faruq y sus acuciantes problemas, recordó el reflejo del último grito del atardecer sintiéndolo ahora como una patria acogedora; dejándose llevar por él, más allá de todas las Áfricas y todas las Europas, como su verdadero, único y posible país de las maravillas.

Relato publicado en el número 116-117 de la Revista Ábaco.
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