Extracto del artículo publicado en el nº 111 de la Revista Ábaco

José Ignacio Fernández del Castro
Licenciado en Filosofía y en Psicología Profesor de Filosofía, Gijón

«Mucho se nos ha repetido que la anarquía no es democracia ni el libertinaje es libertad; pero haría falta también repetir con la misma insistencia que tampoco la legalidad es derecho ni el orden es paz. […] La paz significa mucho más que la ausencia de guerra. Se trata de un valor positivo; por lo tanto es la guerra la que debe definirse a partir de la paz, y no al revés. Esta inversión lamentable daña también el concepto de no-violencia, expresión que, por negativa, algunos de sus partidarios han abandonado ya. […] Luther King murió por la justicia renunciando a toda violencia, Camilo Torres murió por el mismo ideal con las armas en la mano; lo que importa no es lo que los distingue, sino lo que los identifica, de la misma manera que Goya y Picasso nos gustan no por lo que tienen de diferente, sino por lo que tienen de parecido, es decir, por lo que ambos tienen de genial. También, cuando se trata de la colaboración de creyentes y no creyentes en la lucha por un mundo nuevo, lo que importa es precisamente lo que unos y otros tienen de común. En “Barjona” cuenta Sartre la huida de Jesús a Egipto, introduciendo en su relato a un bandolero valeroso que muere batiéndose contra los soldados de Herodes para salvar la vida del Niño. Lo que importa es aquello que unifica los comportamientos de Barjona y de José de Nazaret, ya que la lucha armada de aquél no fue menos necesaria que los pacíficos cuidados de éste para conseguir que Jesús sobreviviera. La raya de separación, pues, no hay que establecerla entre creyentes e incrédulos, sino entre explotadores y explotados, raya que pasa por medio de las Iglesias lo mismo que por medio de las naciones.»

José María Cabodevilla Sánchez
Feria de utopías: estudio sobre la felicidad humana, 1974.

Para una precepción próxima de la desigualdad injusta (y algunos espejismos)

Un vórtice permanente que (re)configura el aquí y el ahora desde un multiculturalismo migratorio creciente, tanto en procesos intraestatales de abandono masivo del medio rural (la no ciudad) para asentar precariamente sus poblaciones en las grandes urbes (también en el Sur), como interestatales de abandono masivo de los países económicamente más subdesarrollados y desarrollantes (el llamado Sur) para acceder en condiciones de gran vulnerabilidad a los centros urbanos de los países económicamente desarrollados y subdesarrollantes (el llamado Norte)… En efecto, ese Norte, se convierte en un foco de atracción irresistible (fuertemente mediado por por el “espejismo” que pergeñan los nuevos mass media globalizados) para millones de seres humanos que apenas pueden sobrevivir precariamente en su Sur de origen… Esta migración económica, unida al propio carácter plurinacional y poliétnico de la constitución de los Estados-nación contemporáneos, convierte las ciudades del presente en un abigarrado muestrario de diversidad humana, en un ámbito radicalmente multicultural… Pero es ésta una diversidad humana que forzada a asumir unas condiciones de desigualdad (económica, de aceso al bienestar, también espaciales en nuestras urbes) insoportables que las dichosas crisis económicas, sanitarias o bélicas (que siempre terminan por convertirse en sociales), lejos de los alientos iniciales de cambios en un sistema (el capitalismo globalizador) con inevitables tendencias especulativas (catapultadas por la llamada revolución de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación hacia una perversa financiarización de la economía mundial), son pagada, una vez más y de forma más escandalosa que nunca, por quienes nada han tenido que ver en su generación… Los países económicamente desarrollados (y subdesarrollantes) del llamado Norte, mal que bien, acaban siempre por atisbar alguna salida afincada sobre las subvención de los grandes intereses económicos con dinero público, mientras los países económicamente subdesarrollados (y desarrollantes) del llamado Sur ven como se evaporan hasta las menguadas esperanzas contenidas, por ejemplo, en los Objetivos del Milenio… Es la contradicción entre una ciudad de los pobres (difusa y violenta en sus estructura y límites) y la ciudad de los ricos (precisa y tranquila) de las que habla el urbanista Bernardo Secchi (2013) Así que, al enfrentarnos a este mundo postmoderno del “¡sálvese quien pueda!”, se nos plantean algunas cuestiones radicales que atañen a las propias condiciones de posibilidad de la vida humana: ¿cómo garantizar entonces, hoy, aquí y ahora, el sostenimiento de la cohesión social indispensable para una buena y próspera convivencia en nuestras ciudades?, ¿cómo asumir, desde las “ciudades receptoras”, la diferencia normativa, radical en tantas ocasiones, sin renunciar a la esencia misma de su pluralismo constitutivo?… ¿Cómo asumir, por los “territorios emisores”, la frustración de sus aspiraciones y esperanzas bajo una perpetuación de la misera relativa (y hasta absoluta)?…

Y, sin embargo, entre las poblaciones más bien pensantes de quienes gozan (gozamos) de todos los derechos florecen los discursos mediáticos que fundan, consolidan y extienden un “imaginario de la no ciudad” ligado a una poética de la vida buena: llena de libertad, disposición absoluta del propio tiempo, relación respetuosa y enriquecedora con la naturaleza y los iguales…

Pero, claro, raros son los paladines de esos imaginarios poéticos dispuestos, salvo por imperiosa necesidad (económica) personal o colectiva, a trasladarse a los lugares donde el “disfrute de tantas ventajas” es forzoso… Acaso, entre otras razones, porque es estadísticamente forzoso también hacerlo durante una vida breve y pródiga en penurias. Así que la vivencia de un multiculturalismo teritorial y geográfico cada vez más residual (rural/urbano, secano/humedales, aislamiento/ hipercomunicación, periferia/centro,…) se torna en verdadera desigualdad y segregación espacial ante las presiones homogeneizadoras de nuestras ciudades. Porque seguimos mostrándonos incapaces aquí y ahora de someter a verdadera crítica los diversos tratamientos y propuestas políticas de transformación del territorio que suponen, de hecho, procesos personales y colectivos de pérdida de identidad, extrañamiento y, en general, exclusión… Así ocurre, por poner un ejemplo muy patente, con la pérdida de la mitad de los humedales existentes en España durante el siglo XX (lo que, unido a una deforestación especulativa para “urbanizar el bosque”, lleva a la progresiva desertificación del territorio) que tratará de paliarse “políticamente” mediante la inmersión (y desaparición) de cientos de pueblos en embalses y pantanos artificiales que llevan al extrañamiento de decenas de miles de personas y al riesgo de desaparición de formas de vida bien integradas en el antiguo territorio. En suma, la pérdida de diversidad etnológica se ha convertido ya en una de las paradójicas constantes culturales en nuestras “ciudades multiculturales de progreso”, en las que cada día desaparecen (o son relegadas a lo marginal, a la periferia del mundo, a la no ciudad, a la condición de “cultura en peligro extinción”) más y más formas de vida ligadas al equilibrio del ser humano con la naturaleza para ser violentamente sustituidas (tras abruptos cambios del paisaje y sus usos por un sistema de explotación y consumo depredador de recursos naturales y humanos) sólo por las costumbres que tengan cabida en el gran mercado global por ser susceptibles de negocio.

Sobre la desigualdad planetaria en tiempos neoliberales

«…La tristeza de aquel momento en el corazón de un París a un tiempo extranjero e íntimo me dolía y aquel dolor era una forma de felicidad.»

Ramón José Sender Garcés
La luna de los perros, 1962

Hay tiempos y lugares capaces de mostrarnos una esencia que se torna a la vez extraña y propia, íntima y lejana… Son tiempos y lugares que nos sumen en una tristeza doliente que acaba por derivar, repetida, en una paradójica forma de felicidad nostálgica.

A cuantos nos duele este momento de tremendas injusticias y desigualdades sin parangón, estos tiempos de gobernantes que hacen mofa y befa de la democracia, esta tierra tan hermosa como esterilizada y pasteurizada por los dictados del nuevo (des)orden global, nos invade, inevitablemente, esa triste felicidad ante el aquí y el ahora de patriarcas religiosos diciendo que donarán parte de su sueldo a sus propias instituciones de caridad para beneficio de los que más sufren la crisis de turno y de políticos cantando las excelencias de los emprendedores mientras recortan (poniendo cara compungida, eso sí, ensayada mil veces ante el espejo) todo lo que es de todos (no tanto sus refugios de salida, aquellos inventos del poder que acabarán por acoger a quienes los han creado y sus afines)… Pero el caso es que, sí, nos invade esa tristeza feliz… ¿Será simple nostalgia?… Y, ¿de qué?.

Porque en todos lados cuecen habas… El mundo y la sociedad son antros llenos de injusticias y de abusos donde reina la ley del más fuerte. Antros donde se rinde culto al que llega con dinero (o con la capacidad de gestionarlo de forma más o menos honrada) y se trata a patadas al que no puede o quiere consumir.

Por eso, quienes no quieren o no pueden consumir (la gran mayoría de este mundo, de esta sociedad), no pueden ni deben andarse con sectarismos que faciliten los ufanos desprecios de los dueños del cotarro y las arbitrariedades y tropelías de sus esbirros y testaferros políticos… Porque, en definitiva, vivimos inmersos en fenómenos de exclusión que sólo nos hablan de la “naturalización” del estado de cosas (el caos de este mundo) que siempre beneficia a los (económicamente) poderosos, eso sí, más o menos (según las épocas) dispuestos a utilizar su “brazo amable” en una ayuda humanitaria, caridad pública o privada, que de paso coloque los excedentes (productivos y humanos –a través del llamado tercer sector-) del mundo rico en las zonas más devastadas del mundo pobre (apostando, así, por la posible generación de pequeños, pero nuevos, nichos de empleo para atender bolsas de consumo marginal y, sobre todo, para facilitar la ocultación, el “barrido debajo de las alfombras del sistema”, de una desigualdad lacerante e insoportable en la distribución de la riqueza y el bienestar)… Y es que, en nuestro barrio, en nuestras ciudades, en nuestras comunidades autónomas, en nuestros Estados, en nuestros marcos supranacionales… Y, sobre todo, en nuestro planeta algo va mal. Porque resulta difícil hablar de paz donde, ante la injusticia y la desigualdad intolerables, el orden sólo puede ser impuesto manu militari… Como no cabe serenidad o calma, cuando los desafueros institucionales y la constante precarización de la vida se convierten en la más pertinaz y sorda de las violencias.

Macroeconomía y personas (o la globalización neoliberal)

«Un día de enero de hace treinta años, la pequeña ciudad de Hanover, anclada en la meseta de Nebraska, intentaba que no se la llevara el viento. Una neblina de ligeros copos de nieve se arremolinaba en torno al puñado de edificios bajos y sin gracia que se amontonaban sobre la pradera gris bajo un cielo gris. Las viviendas se distribuían caprichosamente por el duro terreno de la pradera; algunas tenían aspecto de haber sido colocadas allí durante la noche, y otras parecían alejarse por si solas dirigiéndose directamente a las llanuras abiertas. Ninguna daba la sensación de permanencia y el viento ululaba y soplaba tanto por debajo como por encima de ellas.»

Wilella Sibert Cather, conocida como Willa CATHER
O Pioneers!, 1913

Con relativa frecuencia encontramos recreaciones literarias de paisajes que nos recuerdan nuestro mundo… Y, en efecto, el mundo del aquí y del ahora se parece curiosamente al desvalido, frágil y diminuto Hanover nebrasqueño de los pioneros que Willa Cather nos describía hace más de un siglo.

Esa condición mesetaria abismada hacia las llanuras abiertas de una globalización cuyas desigualdades resultan ya insoportables, ese desamparo ante el vendaval de un neoliberalismo “sin complejos” que privatiza beneficios y socializa pérdidas, esa confusión de la perenne neblina de una nieve también mísera como la intemperie en la que vive esta sociedad cuyas instituciones languidecen al servicio de los (económicamente) poderosos, esa desesperanza de unos edificios de aspecto tan precario como las condiciones de vida a las que nos condena la imposición de una ideología economicista sobre la política… Todo era gris y sin gracia en aquel poblachón como lo es en este mundo en el que casi todo lo hermoso y osado está prohibido o demonizado, donde el grito de la diversidad de colores es considerado ataque brutal contra el sistema.
Pero lo dicho, allí y aquí, entonces y ahora, la precarización de la vida y la insoportable levedad del ser contemporáneo sometido al oprobio concreto o globalizado no puede perdurar a largo plazo… Así que habrá que ir creando el caldo de cultivo colectivo para velar porque el cambio inevitable no sea a peor. Porque ya hemos visto como la mentada recuperación (que tanto se aireaba, antes de la pandemia y la guerra de Ucrania, desde los datos ma-
croeconómicos) sólo isirvió, en realidad, para aumentar esas desigualdades, pues su breve arranque hizo que las rentas de la población más rica del planeta crezcan cuatro veces más que las de la población más pobre. Así que no deja de resultar curioso, en cualquier caso, el “empecinamiento neoliberal” en esa teología del ajuste y el recorte precisamente ahora, cuando hasta sus viejos valedores, como el nada revolucionario Fondo Monetario Internacional o las autoridades económicas norteamericanas del mandato de Barack Hussein Obama, antes del trumpismo, (con la Presidenta del Sistema de la Reserva Federal, Janet Yellen, y el Presidente del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca de entonces, Jason Furman, a la cabeza) se persuadían ya, tras su larga experiencia de décadas condenando a países latinoamericanos y africanos a la quiebra, de que, sólo con recortes y sin inversión pública que anime la economía, cualquier conato de recuperación económica es inviable.

Pero, además, el propio tratamiento, por ejemplo, de la educación o la salud como un medio para fines externos a la propia ciudadanía que recibe (o no) los servicios que las articulan (fines como el crecimiento económico, la mejora de la competitividad de las industrias nacionales, la constitución de una oferta adecuada y flexible ante las demandas cambiantes del mercado laboral, el mantenimiento de la primacía de determinados colectivos frente a otros, o cualesquiera otros de esos que tan gratos resultan hoy a las bocas y oídos neoliberales), constituye, en la práctica, su negación como derechos, y su conversión en bienes en el mercado; porque transforman, en definitiva, el nivel de acceso posible de cada cual a las prestaciones educativas y sanitarias en un bien patrimonial más que se añade a sus posesiones (vivienda, electrodomésticos o vehículo) como símbolo de status… Y es por ello que las tensiones privatizadoras que sufren estos derechos básicos marcan, en primer lugar, el camino hacia su disolución como tales, y, por añadidura, son un signo palmario de la ínfima calidad democrática de nuestros sistemas políticos al sustentarse de los discursos que sitúan el desarrollo en la aplicación de los…

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