Extracto del artículo publicado en el nº 119 de la Revista Ábaco
David Porcel Dieste
Profesor de Filosofía Colaborador de la revista Ábaco
PROPÓSITO
Cuando se me ofreció la oportunidad de escribir sobre el tema de la mentira tenía ya en mente una diferencia que me parecía significativa, y en cierto modo inadvertida, entre la mentira considerada como engaño o embuste y la mentira referida a la vida entera; a lo que podríamos referirnos con la expresión «vivir en la mentira». Y así, de primeras y sin haber profundizado en el asunto, me parecía que vivir en la mentira es mucho más corrosivo y perjudicial que mentir, limitado siempre a un número de ocasiones; porque mientras que el daño de una mentira puede pagarse con el reconocimiento y el perdón, el daño de vivir en la mentira se paga con la vida entera. Además, el embustero, si no ha llegado al nivel de autoengaño, conserva intacta la capacidad de distinguir la verdad de la mentira y se convierte así en el último refugio de la verdad, que, aunque camuflada, puede ser rescatada como parte integrante del mundo objetivo de verdades. Sin embargo, quien «vive en la mentira» -bien por traición a su yo auténtico, bien por falta de integridad, o porque llega a un nivel tal de autoengaño que ha perdido la capacidad de discernir la verdad de la falsedadcorre el riesgo de perderse hasta desaparecer definitivamente.
¿Pero qué interés puede tener reconocer y explicitar esta diferencia? ¿Qué importancia puede tener distinguir entre la mentira como acción y la mentira como suelo vital? Y, sobre todo, ¿qué implicaciones morales puede tener reconocer y ampliar el foco de atención sobre una realidad que, habitualmente, se ha atribuido a los ámbitos de la intencionalidad y la voluntad humanas? En efecto, cuando se piensa en la mentira se suele ver en ella una herramienta que sirve a los intereses de poder, a la intención de lograr un propósito que siendo veraces no se conseguiría. Como en un momento afirma la filósofa Hannah Arendt, «la mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad no solo de los políticos y los demagogos sino también del hombre de Estado».1 El arte de la mentira, así considerado, da cierta ventaja competitiva a quien lo sabe utilizar frente a aquel sobre el que se aplica, de ahí que se atribuya a quienes anhelan una parcela de poder o se mueven en la esfera política. Sin embargo, este sentido convencional de la mentira, como herramienta que sirve a la supervivencia y la supremacía, no agota la enorme significación que encierra esta desviación del orden moral. El propósito de este artículo es, precisamente, aclarar los motivos de una tradición de pensamiento que, formada en el judeocristianismo y continuada por filósofos ilustres como Immanuel Kant (1724-1804), se ha empeñado en circunscribir el asunto de la mentira a los ámbitos de la intencionalidad y la voluntad, siguiendo la estrategia de la educación y el castigo para combatirla. Pero también, desde aquel otro punto de vista de quien concibe la mentira como totalidad, pensaremos la mentira como una realidad que trasciende la intencionalidad y conforma un verdadero suelo vital, advirtiendo del nuevo peligro que supone «vivir en la mentira» y rescatando el valor de la honestidad2 como una cualidad esencialmente estabilizadora y potenciadora de la vida buena. De alguna manera, la obcecación promovida por la tradición occidental de considerar la mentira como una mala práctica intencional corregible por la educación y la obediencia, y que, según veremos, ha llevado hasta nuestros días a situar en el espacio ético la disputa entre universalistas y relativistas, ha camuflado el valor de la honestidad como virtud sostenedora y unificadora de la práctica moral. Hemos de cuidarnos de no caer en la mentira, pero, por encima de todo, hemos de hacerlo honestamente.
Siguiendo el orden de estas intuiciones, al comienzo del texto analizamos las implicaciones sociales de la moral kantiana que ha hecho consistir la mentira en un ejercicio de mala voluntad, profundizando en el verdadero daño moral que supone para las sociedades modernas el incumplimiento del imperativo de «no mentir». Una vez fijado el campo donde discurrirá el juego condenatorio de la mentira, se comprenderá mejor las posibilidades y limitaciones que encierran las estrategias comunes con las que se ha combatido –y sigue combatiéndosela acción de mentir; y que, básicamente, consisten en el mandato y el cumplimiento. A continuación, en la segunda parte, abriremos la discusión a ese otro nivel de realidad por el que se concibe la mentira como suelo vital desde el que pensar, sentir y valorar el mundo, donde ya no funcionan aquellas estrategias de confrontación. De este modo, comprenderemos el más grave riesgo que cargan sobre sí individuos y sociedades que hacen de la mentira suelo vital –ciertamente inestable, tembloroso, vacilante-, y recuperaremos el valor de la honestidad como atributo capaz de lo que no alcanza la estrategia kantiana del cerco y el cumplimiento: dar firmeza a la vida y restablecer el daño que provocan en el ser humano una mala voluntad y una intención engañosa.
KANT Y LA NUEVA ARQUITECTURA MORAL
La serpiente parlante del relato del Génesis es muy representativa de la naturaleza maliciosa con la que la tradición judeocristiana ha visto y enjuiciado la mentira. La argucia y el engaño son las herramientas de las que el demonio se sirve para persuadir a los primeros hombres a tomar del árbol prohibido. Sin la posibilidad del engaño, posibilitador de una mayor consciencia e intencionalidad, seguiríamos anclados en la eternidad de la inconsciencia paradisíaca. Una interpretación plausible del mito de Adán y Eva podría mostrar que el origen de la expulsión no fue la tentación o la desobediencia, sino el poder de la mentira que encarna la voluntad demoníaca. De hecho, la tradición judeocristiana es bien consciente de que el mal entra también en la historia en forma de argucia y engaño, por lo que se hace necesaria la construcción de espacios amurallados inaccesibles a serpientes parlantes y demás demonios hipócritas. Si la mentira nos precipitó a la expulsión del Paraíso divino, es el momento de expulsar la mentira del paraíso humano.
Un filósofo clave que integra a su filosofía la tradición judeocristiana fue, sin duda, Immanuel Kant (1724-1804), gran conocedor de la ciencia física y teológica de su tiempo, y que ve en la mentira un peligro análogo al que vislumbraron los narradores del Pentateuco. Su afán de situar ciertas líneas rojas inquebrantables lo convierten en un verdadero arquitecto moral encargado de diseñar la vida cívica y política de las sociedades modernas, cuyo diseño, después de más de dos siglos, sigue en pie impulsando la vida ciudadana de las sociedades democráticas. Kant fue, sin duda, el filósofo de los límites y las vallas, cercando a la razón el dominio que podría conocer; y retrayendo a la acción de aquellos espacios prohibidos que bajo ninguna circunstancia debería franquear. La primera formulación de su famoso imperativo categórico -«Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal»apuesta por aunar esfuerzos hacia la construcción de un mundo tratable y convenir ciertas líneas rojas que, sin excepción, nadie debe traspasar. El cumplimiento y la obediencia son, a juicio de Kant, las maneras de protegernos del mal y de la tentación que emanan de nuestro fondo más pasional.
Una de estas líneas rojas para la moral ilustrada es, sin duda, la mentira, que bajo ninguna circunstancia es tolerable ni debe estar permitida, ni siquiera en casos como los que algunos críticos posteriores han descrito para cuestionar la incondicionalidad kantiana. Uno de estos es el
célebre ejemplo del enemigo nazi que, en plena contienda, irrumpe en la casa de un judío y le pregunta por un familiar suyo con el fin de atraparlo y asesinarlo brutalmente. ¿No estaría bien mentir al asesino? La valoración tan punitiva que hace Kant de la mentira lo obliga a no permitirla ni siquiera en casos como este. Para el filósofo mentir al criminal está mal, pero no porque dañe al asesino, sino porque viola el principio de lo que es debido e infringe una de esas líneas rojas que, caso de ser franqueadas, harían del mundo un lugar intratable. A ojos de Kant nadie querría vivir en una sociedad en la que la mentira no fuera condenada y estuviera normalizada. Y es que una normalización del engaño socavaría los cimientos de la confianza y la reciprocidad necesarios para el funcionamiento de cualquier sociedad humana. Por ello, la veracidad de las declaraciones que no se pueden eludir es el deber formal del hombre hacia cualquiera, por grandes que sean las desventajas que puedan derivarse para él o para otros: «La razón por la que usted debe decir la verdad, asevera Kant, no es que el asesino tenga derecho a la verdad o que una mentira pueda dañarle. La razón es que una mentira –cualquier mentira«inutiliza la fuente misma del derecho. […] Es, pues, una ley sagrada de la razón, de cumplimiento incondicionalmente obligado, que no admite salvedades por conveniencia alguna, que hay que ser veraz (sincero) en todo lo que se exprese».»3
Por lo mismo, para el filósofo ilustrado, tampoco sería permisible el uso de la falsa promesa, debiendo todos los hombres actuar de acuerdo con principios que se puedan universalizar sin condiciones. ¿Puede en algún caso estar bien hacer una promesa que se sabe que no se va a cumplir? ¿Sería legítimo que alguien consiguiese un préstamo gracias a una falsa promesa de devolver el dinero, promesa que el deudor sabe que no cumplirá? La falsa promesa, como concreción de la mentira, no debería estar permitida aun en el caso de que fuera de vida o muerte que la persona recibiera ese dinero, pero no por el daño infringido en quien es engañado –piensa Kant-, sino porque transigir impunemente la práctica de la falsa promesa dañaría gravemente el espacio común de la sociabilidad y la confianza: «Sin confianza interpersonal no habrá responsabilidad social; cualquier construcción moral se diluirá, quedará desdibujada y se convertirá en algo amorfo, monstruoso y sin sentido: un terreno inhóspito en el que el ejercicio de esconder las intenciones reales de cada cual se disfrazará de moral y falsos valores.»4 Tanto es así que, si acabáramos prometiendo cosas sin intención de cumplirlas, prácticas tan comunes como guardar un secreto perderían todo su sentido. Por tanto, franquear la línea roja con mentiras y falsas promesas pondría en jaque aquellos lazos invisibles que aúnan y vertebran nuestras sociedades democráticas e invalidaría cualquier intento de levantar cualquier proyecto interpersonal. Es verdad que faltar a una promesa o decir una mentira no va a acabar con la institución de la confianza, pero permitirlo una sola vez significaría tener que permitirlo en todas las ocasiones en las que alguien tuviera que vivir una situación similar, y entonces se violaría el espacio esencial de la reciprocidad y mutua confianza.
Una obra monumental que se hace eco del modo como la mentira y la hipocresía quebrantan el espacio común de la confianza es la película de Akira Kurosawa Rashomon (1950). La historia, ambientada en la ciudad de Kioto del siglo XII, comienza con la perplejidad y consternación de quienes han visto derrumbarse el último de los baluartes desde los que todavía es posible construir en una época de desánimo, barbarie y horrores. Bajo la puerta de Rashomon, en un día de lluvia, dos hombres –un leñador y un sacerdotecuentan consternados a un peregrino que pasa por ahí lo que acaban de presenciar tras asistir a un juicio como testigos de un crimen horrendo en lo profundo del bosque: «después de lo que he visto no creo que pueda confiar en nadie nunca más. Pero eso es terrible. Es mucho peor que los ladrones, los tifones, las enfermedades y las guerras».5 El juicio no solo ha descubierto la enorme disparidad de las versiones dadas de acusados y testigos sobre lo ocurrido -y cuyas narraciones acaban encumbrando al sujeto autor de la historia y despreciando al restosino, en un sentido mucho más profundo y desconcertante, ha revelado al auditorio el aspecto hipócrita y miserable del ser humano, empeñado en falsificar la realidad cuando ésta amenaza con mancillar la imagen que uno quiere conservar de sí mismo, llegando a la hipocresía, al autoengaño, y a la traición del sentido de las más elevadas instituciones y valores humanos. El juico ha mostrado que, por encima de la consideración del otro y de la confianza que nos vuelve prójimos, existe uno mismo y su ególatra tendencia de no mancillar su buena imagen.
El motivo de consternación del sacerdote de Rashomon no es baladí, pues sin este espacio de confianza interpersonal no puede haber responsabilidad, ni respeto, ni cualquier tipo de intercambio o transacción. Precisamente, esta es la razón por la que Kant carga de gravedad e incondicionalidad a su ética, que no puede ser material, llena de contenidos que nos digan cómo vivir o ser felices, sino formal, esto es, centrada en la obtención de principios y fórmulas normativos que regulen cualquier acción en cualquier situación, y abran el espacio público a la confianza y el intercambio de bienes. Si queremos articular un espacio cívico de convivencia el deber moral tiene que ser incondicional y universalizable. Y así es como la ética universalista kantiana rechaza de un plumazo todos los relativismos anclados en la diversidad cultural y de las costumbres. Como acertadamente señala la autora Victoria Camps en su Breve historia de la ética, «si hacemos coincidir el deber moral con lo que de facto viene prescrito por la tradición o las costumbres, no habremos aportado nada que distinga la ley moral de cualquier otra norma de conducta.»6 La diversidad cultural, las costumbres particulares y creencias propias de cada cultura o civilización humana, dependientes de quienes las desarrollan con sus preceptos y códigos, no pueden a ojos del universalismo ilustrado eludir la responsabilidad de construir juntos un marco ético y político común de mínimos éticos que comparten las diferentes morales y grupos sociales.7
EL ÚLTIMO GESTO EN RASHOMON
Al comienzo decíamos que la circunscripción kantiana del asunto de la mentira a los ámbitos de la voluntad y la intencionalidad humanas nos deja huérfanos para una visión integral del asunto y una comprensión de sus verdaderas implicaciones, y es que la mentira no cabe solo atribuirla a la voluntad y la intención humanas, movidas por propósitos y situaciones muy concretos. En un sentido muy diferente, también la mentira puede referirse a la vida en su totalidad. Decía Aristóteles que la felicidad –lo que tradujo como eudaimoníacabe decirse de una vida entera, y no tanto de un momento o período vital. Se siente feliz quien se encuentra bien consigo mismo, quien experimenta que lleva la vida que quiere seguir. Como la felicidad, también la mentira puede llegar a sostener –aunque, en este caso, precaria y temblorosamentevidas enteras, puede ser suelo que convierta a uno en verdugo y víctima de sí mismo. Una película que ejemplifica muy bien lo que significa vivir en la mentira es La vida de nadie (2002), dirigida por Eduard Cortés y protagonizada por José Coronado, que interpreta magistralmente a Emilio Barrero, un hombre aparentemente bien situado con un trabajo y una familia envidiables. En ella aparece muy bien retratada la figura del eterno mentiroso que ha llegado a construir su vida en una gran mentira –en este caso, en una ocupación profesional y una identidad totalmente inventados-, y cuya construcción, durante el tiempo que puede resistir antes de venirse abajo, solo puede sostener nuevas mentiras y relaciones engañosas. Diríamos que la mentira, cuando se hace suelo vital, no puede sino conducir a pensamientos, sentimientos y querencias mentirosos. La acción misma se convierte en una mentira. La vida misma se convierte en una farsa, y cada pensamiento, cada decisión, incluso cada sentimiento, son maquillaje que exige un cuidado y una vigilancia constantes: «Veinte años mintiendo vigilando mis palabras, mis sentimientos, mis reacciones, para no traicionarme, para no delatarme yo mismo». Y es que la vida en la mentira acaba desnutriendo a quien la sufre hasta que, como le ocurre al personaje de la historia, llega a ser nadie.
Vivir en la mentira implica, por lo pronto, tener que cuidar que el otro no destape aquello que se ha convertido en suelo y cielo de tu vida. Un alumno que traiciona a sus padres, y a sí mismo, llevando una carrera profesional que en realidad no quiere seguir; un matrimonio que ha dejado de quererse, pero que para evitar la inconveniencia de una separación mantiene la relación; un artista que –consciente o inconscientementeha renunciado a la búsqueda de lo que verdaderamente le importa por obtener algo de pan, o de éxito; un médico que, en pleno ejercicio, descubre que nunca tuvo vocación de curar y ve en su profesión una manera de ganar dinero; un político que traiciona sus palabras haciendo lo contrario de lo que dice; o un hombre de fe que llena cada domingo su iglesia habiendo renunciado a Dios. Quien vive en la mentira hace de ella una necesidad, y de la vida una falsificación para esconderse detrás en forma de nadie. No hay nada que pueda decirse de verdad. No hay nada que pueda esperarse de verdad, salvo soportar la caída cuando los cimientos vacilantes de la mentira quiebran y todo se viene abajo. Vivir en la mentira significa tener que hablar y actuar engañosamente para seguir siendo, aunque sea la imagen que una vez alguien inventó de ti mismo, quedando entonces la verdad definitivamente desterrada. ¿A quién le preocupa la verdad cuando la única manera de seguir siendo es inventando nuevas mentiras? Y este es el mayor riesgo de «vivir en la mentira» -y que nada tiene que ver con el que advirtieran Kant y sus seguidores cuando veían quebrar la confianza-: que el suelo de la vida se venga abajo y descubramos que ya es demasiado tarde para ser lo que pudimos ser y no fuimos, y se desdibuje el horizonte de lo que es correcto e incorrecto porque ya no sepamos discernir los verdaderos sentimientos de los impostados. Cuando la mentira se hace sistémica y falsifica cada uno de nuestros actos y decisiones, la verdad queda desdibujada, distorsionada, hasta el punto que al hombre lo abandonan las referencias comunes con las que mirar y juzgar los hechos: «En otras palabras, el resultado de una constante y total sustitución de la verdad de hecho por las mentiras no es que las mentiras sean aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como una mentira, sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real –y la categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para alcanzar este finqueda destruido».
El artículo completo está disponible en el número 119 de la Revista Ábaco.
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