Jesús Jerónimo
Brindis por Leonard Cohen
Levanto la vista y desde la ventana del tren un paisaje fugaz, yermo e invernal desfila ante mis ojos a la velocidad del rayo. Son casi las ocho de la mañana y voy camino de otra jornada repleta de reuniones, encuentros y conversaciones. He salido de casa precipitadamente y sin tiempo de desayunar y me duele un poco la cabeza.
Precisamente por eso no he tenido tiempo de leer las noticias. Cuando saco el móvil y veo los titulares, hay uno en concreto que me atraviesa el corazón: «Leonard Cohen muere a las edad de 82 años».
Repentinamente, tengo muy pocas ganas de todo lo que no sea ocultarme en algún sitio, acurrucarme y escuchar al viejo Leonard a modo de homenaje, llanto y despedida. Así que arranco Spotify, busco Leonard Cohen y decido escuchar en modo aleatorio lo que venga. Y entonces es cuando me asaltan los recuerdos.
Suena Waiting For The Miracle con ese aroma a medias oriental y a medias nocturno, siete minutos y medio de gloria, donde desde lo profundo de su garganta el sabio Cohen suspira por «hacer algo loco, algo absolutamente incorrecto». Y se me agolpan imágenes de otros tiempos, donde «no había nada más que hacer, salvo esperar a que llegase el milagro». Y a fe mía que éramos mucho más inocentes, pero también mucho más salvajes por aquel entonces. Una noche acabé subido, entre vapores de alcohol, a un tejado altísimo como la vida misma desde donde se divisaba toda la ciudad y desde allí, vi cómo amanecía. Y me pareció que estaba asistiendo a un milagro llegar.
Y desde ahí, una secuencia aleatoria me lleva a Who By Fire, preñada de misterio desde la primera vez que la escuché, en la habitación de una conocida que por aquel entonces me parecía el culmen de la sensualidad y la incógnita. En aquel tiempo los dos estábamos muy perdidos y nos pasábamos las tardes tumbados fumando contándonos todo y diciéndonos nada. Puede que no sea importante, pero Leonard nos recordaba que éramos uno y miles. Que en el fondo existíamos solo el tiempo justo para que nos diera tiempo a contar lo que éramos y luego nos desvanecíamos el uno en el otro. Y fuimos carne, pero sobre todo, ahora que lo pienso mientras suena la canción, fuimos sangre.
La música viaja en el tiempo y saltamos a Avalanche, tormenta de sentimientos que llevó a Nick Cave a enloquecer definitivamente con una versión lunática y tremebunda de aquello que Cohen parió en medio del invierno. Porque miro por la ventana y veo el mismo hielo que destila ese arreglo de cuerdas grave y severo que trufa la canción de frío y frío y más frío. Y quizá, mientras «no sea ese jorobado que veis, dormiré entre laderas doradas». Y me asalta el recuerdo de una noche de verano, donde Avalanche me condujo, firme y severa, a apuñalarme a mí mismo en el pecho, hasta que al bajar la vista, no vi más que sangre y vacío. Así fue y así lo recuerdo, como si fuera ayer. No es lo mismo ver llegar que ver marcharse, aunque las dos cosas sucedan en el mismo camino.
El vacío que deja Leonard Cohen no está hecho sólo de lágrimas, también recuerdas truenos. Un pabellón deportivo enorme enmudece y queda empequeñecido ante el poderío de un anciano de apariencia frágil, haciendo resonar como truenos estas palabras: «Todo el mundo sabe que la guerra terminó, todo el mundo sabe que los buenos perdieron». Y en estos tiempos de hipocresía, sinrazón, mentira y apariencias, uno se pregunta cómo pudo saber tanto el viejo hace más de veinte años. Y sobre todo, me pregunto a mí mismo si puedo sobrevivir a lo que todo el mundo sabe, y yo mismo sé. Cómo vamos a sobrevivir a tanta basura, a tanta estupidez. Porque en el fondo «todo el mundo sabe que soy discreto, pero hay mucha gente a la que tengo que recibir desnudo». Y me da vergüenza ser lo que soy, porque me juré a mí mismo no convertirme nunca en el hombre que he acabado siendo. Y de nuevo, el viejo y su voz resuenan como el trueno. Me da igual que lo llaméis poesía o no. El trueno se queda.
Y llega So long, Marianne, que siempre me ha sonado a campo y me sabía a hierba hasta que leí esa carta tremebunda y aplastante que hace cuestión de dos o tres meses, unos pocos días en el gran esquema de las cosas, le dedica Leonard a Marianne y donde habla de cuerpos que se caen a pedazos y de estar tan cerca a la hora de morir que casi se pueden tocar. Y comprendo que de joven puedes pensar que «te olvidas de rezar a los ángeles y entonces los ángeles se olvidan de rezar por ti», pero a la hora de la verdad, me gusta pensar que Leonard se sintió tan cerca de ti y de mí que casi podía tocarnos.
Y ya es casi la hora de llegar, y de repente me entran muchísimas ganas de poder brindar por Leonard, así que me levanto, aún con los auriculares puestos, y me acerco a la cafetería. Pido un vino, y considerando que son las nueve de la mañana, los pocos viajeros que hay allí me miran con sorpresa, pero yo pienso que al viejo le gustaría verme así, seguro que inclinaría su cabeza y me saludaría socarrón.
Mientras me acerco a la ventana con el sabor del vino en la boca, suena el interludio instrumental que cierra su último disco, Treaty, y es entonces cuando de verdad me despido de Leonard, de una vez y para siempre. Su tiempo ha pasado, pero sus canciones se nos quedan en la garganta para siempre, siempre, siempre:
Desearía que hubiera un tratado que pudiéramos firmar
todo ha terminado ya, el agua y el vino
estábamos rotos, pero ahora estamos en el borde
y yo desearía que hubiera un tratado,
desearía que hubiera un tratado que firmar, entre tu amor y el mío.
El tren se acerca ya a la estación y yo recojo mis cosas en silencio. Junto a la puerta, unos cuantos ejecutivos chillan absurdos a secretarias infelices desde sus teléfonos móviles. Se abren las puertas, salgo del tren, del andén, de la estación. En la plaza hay un banco al sol, vacío en la quietud de la mañana. Me siento y enciendo un cigarro. Me espera un día de compromisos, cifras y charla inane, bien puedo darme un respiro antes de encaminarme hacia allá.
Entonces el sol destella en mis ojos y es cuando decido lo que quiero hacer. Y no son buenas noticias.
Me condenaron a veinte años de hastío
por intentar cambiar el sistema desde dentro
ahora, ahora vengo a recompensarles.
Primero, conquistaremos Manhattan
después conquistaremos Berlín.
Me guía una señal en los cielos
me guía esta marca en mi piel
me guía la belleza de nuestras armas.
Primero, conquistaremos Manhattan
después conquistaremos Berlín.
Me amabais como perdedor
pero ahora os preocupa que acabe por ganar
conocéis como detenerme, pero no tenéis la disciplina
cuántas noches recé por esto, para que comenzase mi trabajo
Primero, conquistaremos Manhattan
después conquistaremos Berlín.
No me gusta vuestro negocio de moda
no me gustan las drogas que os mantienen delgados
no me gusta lo que le sucedió a mi hermana
Primero, conquistaremos Manhattan
después conquistaremos Berlín.
Recuérdame, yo solía vivir para la música
recuérdame, te traía la compra a casa
es el día del padre y todo el mundo está herido…
Primero, conquistaremos Manhattan
después conquistaremos Berlín.