Reseña publicada en el nº 119 de la Revista Ábaco

La escuela del alma. De la forma de educar a la manera de vivir
Josep Maria Esquirol
ISBN-978-84-19036-90-2
192 páginas
Editorial Acantilado

Reseña por David Porcel Dieste

En uno de los pasajes más hermosos de la filosofía que Platón recrea en el Libro VII de la República, Sócrates recomienda a Glaucón emprender camino y, aunque a tientas y sin apenas luz, continuar hasta ver colmado el deseo de conocimiento que habita en lo más profundo del ser humano. Viéndose liberado de las cadenas que lo ataban al mundo sombrío de la confusión, y dejando atrás a quienes habían sido sus compañeros, el prisionero de la caverna, todavía sin conocimiento suficiente para discernir la verdad de la opinión, la luz de las sombras, debe conducirse con cautela hacia la luz exterior si no quiere que sus ojos se llenen de fulgores y quizá verse dañados para siempre. Así es como el maestro Sócrates acompaña a Glaucón, y a quienes lo escuchan, haciendo que no se sienta solo en la aventura del pensamiento y haciéndole un poco más visible el mundo. Esta es quizá, como enseña La escuela del alma, el último gran libro del filósofo Josep Maria Esquirol, la tarea más importante del maestro, y de la educación.

Escrito desde el sosiego y la sabiduría que dan la madurez, el autor catalán vuelve a fascinar en este libro por su capacidad para orientar la atención hacia lo esencial de las cosas El imparable progreso tecnológico, las promesas globales del transhumanismo, las inquietudes que hoy generan las aplicaciones de la inteligencia artificial en educación, no cambian el hecho radical y misterioso de estar en el mundo. La maravilla es que hay mundo y que somos con él. Este es el punto de partida desde el que filósofo piensa la condición humana de seres a la intemperie, hechos de barro, a cielo abierto, desde que nos depositaron en la primera cuna y de la que pronto el ser humano toma consciencia y se hace cargo. Y el hecho de tomar consciencia es ya un ejercicio de resistencia, que nos sitúa ante el otro y compromete a tomar una decisión. “El resistente –dice en un momento Esquirol– no anhela el dominio, ni la colonización, ni el poder. Quiere, ante todo, no perderse a sí mismo pero, de una manera muy especial, servir a los demás”. Esta es la mejor resistencia que el autor nos invita a practicar: cuidarse para cuidar del otro, cuidar del otro para cuidarse. Y no se trata de ninguna defensa incondicional de la servidumbre y la abnegación, por las que el hombre a veces llega a olvidarse de sí mismo convirtiéndose él mismo en autómata o instrumento. Lo importante, aquí, es que lo más humano se da en el amparo y cuidado del otro.

Y qué mejor escenario para llevar a cabo esta proximidad y resistencia que en la escuela, que es, junto a la casa, el lugar natural de crecimiento y maduración. La escuela, reitera el filósofo catalán en La escuela del alma, no es escuela porque reúna ciertos estándares de calidad o contribuya a unos objetivos competenciales y resultados académicos. Todo lo contrario, las políticas educativas actuales, obsesionadas por la marca y las estadísticas, la disciplina y el registro, han asaltado la institución educativa degradándola hasta convertirla en muchas ocasiones en depósitos y acumuladores de números, programaciones, estándares de aprendizaje y clientes rendidos: «El asalto del economicismo a la escuela es obvio: se convierte a niños y jóvenes —y familias— en clientes; prolifera el registro cuantitativo y el vocabulario usual del campo económico (competencias, recursos, progresos, créditos, rendimientos…); se introducen de forma muy artificiosa contenidos curriculares relacionados con la empresa y las finanzas; y se subraya que lo importante es que los chicos y los jóvenes sean innovadores y exitosos». En un momento en el que cada vez se habla menos de maestros y cada vez más de competencias y proyectos innovadores, conviene recordar que la educación va de hacer crecer a alumnos y alumnas. La maestría no tiene por qué coincidir con nada mayúsculo ni con nadie mayúsculo. El maestro es, sencillamente, quien consigue dar confianza, afianzar y, de ese modo, contribuir al crecimiento y maduración del alumno.

La escuela del alma es una lectura que serena, que reposa el pensamiento, que lo desacelera y alivia del frenetismo. Es, también, un alto en el camino para pensar sosegadamente, y saborear cada una de las palabras que lo componen. Es la mejor cura para el educador desilusionado que ha caído en el derrotismo de no hacer nada porque “no hay nada que de verdad valga la pena”. Es una llamada de atención hacia lo que verdaderamente importa en este empeño maravilloso que es la educación; y, al mismo tiempo, de desatención hacia ese yo narcisístico que solo quiere verse a sí mismo para continuar amplificando su imagen. El problema —dice el autor en un momento— no está en la «cultura científica», sino en esa dichosa ideología del progreso que nos instala en el «siempre más»: más cosas, más lejos, más innovador, más avanzado, más excelente, más competitivo, más inteligente, más productivo.” El pensamiento, si va despacio, mucho mejor. El pensamiento, si es atento, hace escuela, y hace alma.

Por ello este libro es, también, una llamada a la esperanza. Después de todo, y a pesar de este imperialismo demagógico obstinado en la innovación y la aceleración de objetivos, todavía hay maestros que hacen escuela. También, fuera de la escuela. Y es que la escuela es algo que se hace cada día, en cada compañero, con cada puesta de sol, allí donde hay alguien dispuesto a alumbrar al otro aunque él mismo no pueda ver. La escuela del alma es antídoto y esperanza para los desilusionados de la enseñanza y del conocimiento, la mejor muestra de que nunca es tarde para hacer mundo y mejores personas a los demás.

Reseña publicada en el nº 119 de la Revista Ábaco