Extracto del artículo publicado en el nº 119 de la Revista Ábaco
José Manuel Torre Arca
Catedrático de francés jubilado
Universidad de Oviedo
Empiezo a escribir este trabajo, mitad reseña de un libro mitad reflexión personal, pasados pocos días de la segunda vuelta de las elecciones legislativas en Francia. Parece que por esta vez se ha conseguido que la ultra derecha no alcance el poder, pero será a costa de asumir el dificilísimo acuerdo entre un centro-derecha en retroceso y una coalición de izquierdas encabezada por los insumisos, lo cual puede desembocar a no muy pargo plazo en enfrentamientos del Gobierno con la Presidencia de la República que allanarían el camino a Marine Le Pen en las presidenciales dentro de tres años.
El ascenso de la ultraderecha en media Europa y en muchos otros países hasta ahora democráticos es una ola de fondo que amenaza con llevarse por delante la democracia misma y que no para de crecer, merced al descontento generalizado de los ciudadanos que se viene fraguando desde la crisis económica de 2008 y quizá desde mucho antes. Entre las tres formaciones políticas que conforman hoy la extrema derecha europea suman 187 eurodiputados. Y el probable triunfo de Trump el próximo noviembre ennegrece aún más ese panorama.
Ante la perspectiva de una Europa gobernada por la ultraderecha cabe preguntarse cómo será esa Europa, en qué medida seguirá siendo la que ha sido antes y después de 1945 y en qué medida presentará rasgos nuevos que nos harán añorar la Europa de hoy, con todas sus limitaciones y sus contradicciones, que sin duda son muchas.
Definir lo que es hoy Europa, resultado de lo que ha sido no sólo en los últimos cien o doscientos años sino a lo largo de los siglos, no es tarea fácil. He acudido para ello a algunas lecturas recientes y a alguna otra más antigua, cuyo denominador común está en sus títulos: Europa, una historia personal, del historiador británico Timothy Garton Ash, 2023; Los europeos, del historiador, británico también pero nacionalizado alemán, Orlando Figes, 2020; y ¿Tiene Europa una historia?, del historiador francés Jean-Frédéric Schaub, edición española de 2013. Comentaré la más antigua, que es la más sistemática, y a mi juicio la más interesante. Y al hilo de sus análisis iré introduciendo mis propios argumentos.
Jean-Frédéric Schaub es catedrático de l’École de Hautes Études de Paris, especialista en la historia de Portugal y en la de España y autor de numerosas publicaciones, entre las que destacaremos Portugal na Monarquia Hispanica (2001) y La France espagnole. Les racines hispaniques de l’absolutisme français (2003). El libro que ahora tomo como referencia fue publicado en francés por Albin Michel en 2008 y en español por Akal en 2013.
¿Qué es Europa?, se pregunta el autor desde la segunda página de su ensayo. Si nos centramos en su diversidad lingüística, dice, es un mosaico; pero sus rasgos comunes son perfectamente reconocibles y su herencia cultural trasciende sus propias fronteras para hacerse presente en lugares del mundo tan lejanos como Ciudad del Cabo, Sidney o Río de Janeiro. A los que yo me permito añadir toda América, ya sea anglosajona o hispánica, y la sociedad de Israel, mucho más europea que asiática.
Europa es unidad en la diversidad, pero sus límites interiores y exteriores, dice Schaub, están en continuo movimiento: ¿hasta dónde se extiende Europa? ¿del Atlántico a los Urales, como dijo De Gaulle? ¿hasta el final del recorrido del Transiberiano? ¿del Oriente-Exprés?. Las Islas Británicas son parte geográfica de Europa, pero un Gobierno conservador separó en su momento el Reino Unido de la Unión Europea, a la que se había unido tardíamente y no sin reticencias. Pero unas décadas antes, otro Gobierno conservador participó activamente en la liberación de la Europa sometida al yugo nazi. El euro es una divisa casi tan importante como el dólar, pero no es la moneda única ni siquiera de toda la Unión Europea. A la cual no pertenecen, por ejemplo, países tan europeos como Suiza o Suecia.
En la primera mitad del siglo XX el progreso de la ciencia y de la cultura se codeó con la barbarie más absoluta, de la que tuvo que venir a liberarnos nuestro vástago más desarrollado, los EE.UU. Pero la intervención del coloso americano no pudo evitar que durante más de treinta años nos dividiéramos tajantemente en una Europa occidental, democrática, y una Europa del Este, sometida a un régimen dictatorial. Con la caída del Muro, en 1979, creímos abierto, por fin, el camino hacia la unidad democrática del viejo continente; pero al poco tiempo U.S.A. tuvo que venir de nuevo a poner fin a la barbarie, esta vez limitada a los Balkanes pero no menos sangrienta.
Querríamos ser independientes de Estados Unidos en lo que atañe a la defensa frente a otros países, pero el coste de un ejército propio y de una industria armamentística a la altura necesaria nos resulta prohibitivo. Querríamos ser autónomos en materia energética, pero seguimos dependiendo de otros países que nos suministran el gas y el petróleo imprescindibles. Respaldamos legítima y solidariamente a Ucrania pero la industria alemana se colapsa si no sigue importando el gas de Rusia. Condenamos sin paliativos a las dictaduras que vulneran los derechos humanos, pero miramos hacia otro lado cuando los regímenes teocráticos invierten sus petrodólares en nuestros países y compran urbanizaciones en la costa y equipos de fútbol.
Reprochamos con acritud a la clase política todas estas contradicciones y no queremos ver que todas ellas son consecuencias del nuevo mercado, que impone sus propias leyes y hace tabula rasa de nuestras convicciones morales. Un mercado que ya no es en modo alguno el libre mercado que preconizaban los primitivos liberales, sino que está acaparado por el capital financiero; el cual, cada vez más concentrado en menos manos, hace mangas y capirotes de la economía mundial, incrementando el poder de los oligopolios y precarizando el trabajo y la capacidad adquisitiva de los ciudadanos, y a menudo conculcando su derecho a la información. De ahí el descontento, de ahí el auge de la extrema derecha a la que esos ciudadanos precarizados en su vida cotidiana se agarran como a un clavo ardiendo seducidos por sus discursos demagógicos. Como si rechazar a los emigrantes o abstenerse en las elecciones fueran las claves para acabar con los abusos de ese capital financiero insaciable que impone sus intereses por encima de los Gobiernos elegidos e incluso de los propios Estados.
¿Significa esta diatriba mía, no de Schaub, que estoy en contra del sistema capitalista? Pues sí y no. Siempre he pensado que los grandes medios de producción y de crédito no deberían ser propiedad exclusivamente privada, pero he de reconocer que hasta ahora todos los intentos de propiedad pública de esos medios se han saldado con rotundos fracasos; si exceptuamos el caso de China, donde lo que ha sido comunismo se ha convertido en un capitalismo sui generis, con el mantenimiento de una férrea dictadura política. Nada deseable, pues, como alternativa a nuestra dictadura del capital financiero disfrazada de democracia.
Volviendo al intento de definir qué es Europa, y al ensayo de Schaub. Con ocasión de la eventual adhesión de Turquía a la Unión Europea, hace ya dos décadas, voces conservadoras trataron de justificar su oposición argumentando que un país musulmán no podría integrarse dentro de un conjunto de países de indudable raíz cristiana. A esas voces conservadoras se opusieron las de quienes consideran que la Europa moderna procede del Siglo de las Luces, de la creciente secularización de la sociedad y del derecho a declararse no creyente.
El debate no llegó a ninguna conclusión y el Estado otomano sigue sin formar parte, políticamente hablando, de Europa. Lo cual ha conducido a que Turquía se aleje de las reformas secularizantes de Ataturk y sufra una creciente islamización de la vida civil; y a que esa creciente islamización se refleje en la política exterior de Turquía, alineada ya con el Irán de los ayatolah y comprensiva con la Rusia invasora de Ucrania, a pesar de su pertenencia a la OTAN. La exclusión de Turquía por ser un país musulmán plantea el tema de los pequeños Estados balkánicos de religión musulmana: ¿habría que considerarlos marginales debido a su confesión religiosa? ¿no podrán integrarse nunca en la Unión Europea a causa de su islamismo?
En relación con este debate entre las raíces cristianas de Europa y las conquistas secularizantes que hoy predominan en casi todos los países europeos, Frédéric Schaub considera plenamente justificado hablar del importantísimo papel que el cristianismo desempeñó en la historia europea, pero añade que eso no implica que la identidad de esta Europa de hoy en construcción sea cristiana. La Europa actual, me permito yo añadir, es heredera de las revoluciones de 1789 y de 1848, incluso de la de Cromwell en el siglo XVII. La idea de tolerancia que hemos heredado de Voltaire, y su corolario, la pluralidad cultural, el pluralismo político, la separación de la Iglesia y el Estado, la laicidad, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, rasgos todos ellos que definen la Europa de hoy, tuvieron que abrirse paso contra la voluntad de las jerarquías eclesiásticas y de sus tenaces seguidores, no sólo las clases pudientes sino también la mayoría del campesinado e incluso una parte, a veces numerosa, de las clases populares urbanas. Pero acabaron siendo asumidas por la mayoría de las poblaciones europeas y finalmente, dice Schaub, Europa ha sido escenario de la primera secularización total de la sociedad, y el rasgo que la define es que ha sido capaz de relegar las creencias religiosas al plano de lo personal y de dejar a un lado sus raíces históricas.
Considero, pues, una imposición sin sentido, continúa Schaub, el querer presentar el perfil cristiano de Europa como el modelo a seguir en la actual construcción europea; es una posición totalmente ideológica e infundada tanto desde el punto de vista del derecho como de la historia. Al fin y al cabo, me permito yo añadir, si por un lado esas raíces cristianas han sido durante siglos el sustrato de las sociedades europeas, han sido también, a la vez, la causa de algunos de los episodios más sangrientos vividos por esas sociedades: las guerras de religión, las persecuciones, la St. Barthélémy, Calvino, la Inquisición. Del mismo modo que la Revolución de 1789, de la que se deriva en gran medida la Europa moderna, es inseparable de uno de los episodios más sangrientos de la historia europea: la guillotina.
Afortunadamente, tanto el cristianismo fanático como el fanatismo revolucionario se han ido humanizando mayoritariamente y han desembocando en las dos familias políticas democráticas, la democracia cristiana y la socialdemocracia, que han dominado la política europea desde 1945. A esas dos grandes formaciones ideológicas debemos el proyecto de Mercado Común primero, de Comunidad Económica después, y finalmente de Unión Europea. Se podría decir que en ese proceso se había producido la síntesis de nuestras raíces históricas. Si no fuera que la sombra de una nueva sinrazón, la ultraderecha, amenaza con dar al traste esa unidad en lo esencial tan difícilmente lograda. Volveremos sobre ello al final de este trabajo.
El artículo completo está disponible en el número 119 de la Revista Ábaco.
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