FOTO: Leonardo Torres Quevedo (quinto por la izquierda) en 1910 con la delegación oficial española a la conmemoración del centenario de la declaración de independencia de Argentina.
Extracto del artículo publicado en el nº 115 de la Revista Ábaco
Alfonso Hernando González
Doctor en CC. Físicas
Profesor Honorífico del IES Enrique Flórez y de la Universidad de BurgosFrancisco A. González Redondo
Profesor Titular de Historia de la Ciencia
Facultad de Educación-Centro de Formación del Profesorado de la UCM
La situación en torno a 1950
En octubre de 1950 Alan Turing veía publicado en la revista Mind el artículo titulado «Computing Machinery and Intelligence», aunque es más conocido por la pregunta con la que empezaba la primera frase: «¿Pueden pensar las máquinas?». Turing reconocía que para responder a esas cuestiones primero habría que definir los términos «máquina» y «pensar». y eso le parecía que era prácticamente imposible, debido a la fuerte ambigüedad de ambos términos. Por este motivo, trasladó su investigación a otro aspecto que le parecía más fácil de tratar de un modo objetivo: el juego de la imitación, que consiste en analizar si un programa de ordenador puede «contestar» a una persona de manera que le parezca que realmente está hablando con otra persona. En otros términos, Turing lo que pretende es contestar a la pregunta: ¿puede una máquina imitar el pensamiento? Conviene recalcar que nos referimos a imitar el pensamiento, y no a otra cosa. La razón es muy sencilla: actualmente se sabe cómo funciona un ordenador, pero seguimos teniendo bastantes dificultades para conocer cuál es el funcionamiento del cerebro. Y, desde luego, en 1950, se sabía mucho menos.
Realmente, la década de los cuarenta del pasado siglo había asistido a cambios muy profundos en torno a las ideas sobre máquinas y pensamiento. De hecho, desde algunos años antes ya se barruntaban las posibilidades de los componentes electromecánicos. Por ejemplo, el grupo de George R. Stibitz, en los Laboratorios Bell construyó máquinas para la resolución de problemas específicos. Howard H. Aiken presentó su memoria en 1937 para la realización de una máquina de gran presupuesto a IBM. Finalmente, Konrad Zuse, en la Alemania nazi, llevó a cabo proyectos con los diseños más avanzados de su época (pues incluían aritmética en coma flotante y sistema binario), empezando por el Z1, que se completó en 1938; sin embargo, debido a su aislamiento respecto del mundo anglosajón, su obra apenas fue conocida.
Todos ellos se empezaron a interesar por estos problemas debido a la enorme cantidad de cálculos que eran necesarios para resolver algunos problemas matemáticos. El más famoso, aunque no el más avanzado, fue el ya mencionado autómata diseñado por Aiken para IBM, que entró en funcionamiento en 1944, conocido como Mark I. En esencia, era una máquina de cálculo enorme (medía más de 15 metros de largo y pesaba más de cinco toneladas) que realizaba secuencias de operaciones de forma automática. También podía hacer cálculos iterativos, repitiendo una secuencia las veces que fuera necesario. Al año siguiente estaría operativo el ENIAC, que ya incorporaba elementos electrónicos mucho más rápidos; como lógica consecuencia, la tecnología electromecánica fue rápidamente abandonada.
En la segunda mitad de la década se fueron introduciendo mejoras sucesivas en diferentes ingenios (se incorporó el programa en memoria, se generalizaron el sistema binario y la tecnología electrónica, etc.). El mundo de los ordenadores se había hecho realidad. Eran muchos los recursos y el talento que se dedicaba a ello. Eso sin contar los famosos Colossi ingleses (cuyo diseño, con tecnología electrónica, no fue conocido hasta mucho más tarde), que sirvieron para decodificar los mensajes en clave alemanes. Para completar el panorama de esta época efervescente se debe señalar que, al conjunto de máquinas citado, todas digitales, se unían otras muchas de diseño analógico (entre ellas el famoso analizador diferencial de Vannevar Bush) que fueron todavía preferibles en algunos contextos durante bastantes años.
En suma, cuando Turing publica su famoso artículo en 1950, el tema ya estaba en aire. De hecho, el año anterior Claude Shannon había publicado un artículo sobre la posibilidad de que se diseñara un programa que fuera capaz de jugar al ajedrez, y, en 1948, Norbert Wiener daba a la imprenta un libro cuyo título, Cibernética, daría nombre a una nueva disciplina. Evidentemente, toda esta proliferación de ideas teóricas se apoyaba en la prueba efectiva que proporcionaban las máquinas que ya estaban operativas.
En paralelo a todo esto, la investigación en torno a la fundamentación de la matemática había hecho que en los años treinta se desarrollasen conceptos teóricos tales como los de algoritmo, computabilidad o el de la máquina de Turing. Posteriormente, Warren McCulloch y Walter Pitts desarrollaron la idea de red neuronal (en 1943) utilizando bases puramente matemáticas. Con todo ello se empezaba a dar una doble cobertura a los que hablaban de máquina y pensamiento. Por un lado, había un desarrollo de máquinas reales, y, por otro, se ponían a punto teorías matemáticas muy potentes sobre esos temas. Seguramente el caso de Shannon, que se interesó tanto por la matemática teórica como por su aplicación a los circuitos de los ordenadores, da una idea de cuáles eran las líneas del desarrollo del mundo de la informática. En pocos años se había pasado de buscar auxiliares de cálculo por razones puramente prácticas a un conjunto de teorías emergentes entre las que destacaría, por sus repercusiones filosóficas, la que pudiera dar respuesta a una pregunta: ¿pueden pensar las máquinas?
Todo este universo resultaba profundamente novedoso. Es cierto que se recordaba a veces la figura de Charles Babbage (1791-1871), pero su Máquina Analítica nunca pasó de ser un diseño provisional con tecnología mecánica, condicionante que había impedido su realización práctica. De hecho, podía pensarse que nadie había intentado nada parecido hasta los años cuarenta. Parecía lógico, pero era completamente falso.
El Coloquio de París en enero de 1951
En ese contexto de irrupción de nuevas ideas, tuvo lugar en París, del 8 al 13 de enero de 1951, el coloquio internacional cuyo título era precisamente «Las máquinas de calcular y el pensamiento humano», organizado por Louise Couffignal en el Institut Blaise Pascal del CNRS. Estaba concebido a modo de encuentro europeo-americano y se trataba de que Francia no perdiera el paso en el campo de los ordenadores, no en vano Couffignal se había convertido a finales de los años treinta en el discípulo y heredero intelectual de Maurice d’Ocagne en Francia y en los años cuarenta había viajado a EE.UU. a conocer personalmente a Aiken, Wiener, John von Neumann, etc. y estudiar su obra. Al coloquio fueron invitados, entre otros, Aiken, Wiener y McCulloch, y asistieron 259 congresistas de numerosos países, incluyendo una, comparativamente, muy modesta delegación española formada por José García Santesmases, Ángel González del Valle, Rafael Lorente de No, Pedro Puig Adam y Tomás Rodríguez Bachiller.
Los participantes que venían de los prósperos Estados Unidos seguramente pensaron que algunos autómatas que allí se iban a presentar en la sesión del viernes 13 de enero, construidos en la vieja España, serían curiosidades sin demasiada enjundia. Resultó que no. Entre ellos estaba el segundo ajedrecista, un autómata que jugaba el final de torre y rey con las blancas contra el rey negro, que manejaba el humano y al que derrotaba siempre. Funcionaba perfectamente y ya se había sido presentado en público en España y en Francia en 1923, casi treinta años antes. Durante el coloquio jugaron (y perdieron contra el ajedrecista) el gran maestro Savielly Tartakower y el propio Norbert Wiener, quien, teniendo en cuenta que en la primera edición de su Cibernética terminaba preguntándose si se podría construir un autómata que jugara al ajedrez, parece que ni siquiera había oído hablar de este autómata. Si bien es verdad que este segundo ajedrecista solo jugaba un caso sencillo, no es menos cierto que su primera versión, el primer ajedrecista, tenía casi 40 años, pues fue presentado ya en 1913 y que la revista Scientific American Supplement había dejado por escrito en 1915 que con este y otros autómatas concebidos por su autor «se sustituiría la mente humana por la máquina».
Realmente, el autor de esas máquinas prodigiosas era un ingeniero español, Leonardo Torres Quevedo, fallecido 1936, y el que presentaba sus «vetustos» autómatas (el ajedrecista y el telekino, además del husillo sin fin y la máquina para resolver ecuaciones con coeficientes complejos) era su hijo Gonzalo, con dos ponencias en las que explicaba la obra de su padre como punto de partida para una deseada Escuela española de Automática. Al año siguiente, en la exposición «Montres et Bijoux et Présentation International d’Automates» de Ginebra y en otros encuentros posteriores volvió a presentar Gonzalo los autómatas de su padre con el mismo objetivo: dar a conocer su obra pionera de ese mundo que, treinta años después, empezaba a entenderse y desarrollarse internacionalmente.
La obra pionera de Torres Quevedo
En 1910, dos años antes de que naciera Turing y seis antes de que lo hiciera Shannon, cuando Von Neumann tenía seis años y Wiener quince, Leonardo Torres Quevedo (1852-1936) había presentado en el Congreso Científico Internacional Americano de Buenos Aires su primer proyecto de máquina de calcular electromecánica. Si analizamos los diseños que presentó, se comprueba de inmediato que son análogos a los del citado Mark I. Tanto por la tecnología (electromecánica) como por el diseño (digital) y su capacidad (posibilidad de hacer una secuencia cualquiera de operaciones). Todo igual, pero casi 35 años antes. Para ser exactos, esos diseños de Torres Quevedo ya prestaban mucha más atención a las posibilidades condicionales, es decir, eran más potentes que los de Aiken. Todo aquello era coherente con las consideraciones teóricas que hacía su autor: se puede construir un autómata que, reproduciendo sus consideraciones, «regule la marcha de las operaciones, sobre todo cuando esta marcha depende de los resultados que va obteniendo en sus cálculos».
Terminada la estancia en Argentina, Torres Quevedo tenía clara cuál iba a ser la tarea a emprender de vuelta en España: la construcción de unas primeras máquinas a modo de «modelos de demostración», y, sobre todo, el enunciado del nuevo marco teórico-conceptual (una nueva Ciencia) necesario(a) para fundamentar las máquinas construidas con esta nueva tecnología. Este nuevo «cuerpo de doctrina» (en palabras del inventor), la Automática, tendría como objeto resolver un «problema fundamental»: «construir un autómata que tenga en cuenta todas las circunstancias que deben influir en sus operaciones» de modo que sea capaz de adaptar a esas circunstancias «sus actos según reglas formuladas arbitrariamente de antemano» por su constructor. Ahora bien, Torres Quevedo sabía que sus ideas serían poco comprendidas, porque en aquellos momentos nadie hubiese aceptado que una máquina pudiera ser tan versátil. Por eso decidió hacer algo más fácil de entender: un autómata que «razonase», y qué mejor ejemplo de razonamiento que el juego del ajedrez. Así que pensó en construir un autómata que jugase un final sencillo y que, hiciera lo que hiciera su oponente, siempre ganara. Es decir, un autómata capaz de decidir la siguiente jugada. Así quedaría demostrado de una vez por todas que la máquina podía «adaptarse a las circunstancias».
Nuestro protagonista se puso mano a la obra y el 15 de junio de 1913, en el marco de la Exposición del Material Científico organizada con motivo del Congreso de Madrid de la Asociación Española para el Progreso de las Ciencias, presentaba el primer ajedrecista a modo de «modelo de ensayo y demostración» de ese «cuerpo de doctrina que podría llamarse Automática» que estudiaría «las condiciones en que la automatización puede efectuarse».
La máquina analiza en cada movimiento la posición del rey negro que maneja el humano, «piensa» y va moviendo «inteligentemente» su torre o su rey blancos, dentro de las reglas del ajedrez y de acuerdo con el «programa» introducido en la máquina por su constructor hasta que indefectiblemente consigue dar el jaque mate (incluso a Wiener). Con el ajedrecista quedaba demostrada de forma práctica la posibilidad de construcción y desarrollo de máquinas dotadas de inteligencia artificial. El autómata, teniendo en cuenta las limitaciones de la época, tenía un diseño muy brillante y su construcción fue una proeza.
Si en el Congreso de Madrid la novedad pasó prácticamente desapercibida, no ocurriría lo mismo cuando lo presentase en el Laboratorio de Mecánica de la Universidad de París en la primavera de 1914 y destacase que, con el ajedrecista, se demostraba que las máquinas podían «poseer un órgano análogo a un cerebro».
Los titulares en Le Matin (en Francia) fueron explícitos: «Un autómata que sabe jugar al ajedrez. La máquina puede realizar el trabajo cerebral del hombre». The Mail and Empire de Toronto (en Canadá) se hacía eco de la máquina que juega al ajedrez «como un ser humano». H. Vigneron le dedicó seis páginas en La Nature (también en Francia). Finalmente, como adelantábamos antes, en noviembre de 1915 Scientific American Supplement publicaba (en EE.UU.) un artículo sobre «Torres y sus destacados dispositivos automáticos».
El artículo completo está disponible en el número 115 de la Revista Ábaco.
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