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Extracto de la entrevista publicada en el nº 115 de la Revista Ábaco

David Porcel Dieste
Profesor de filosofía y colaborador de la Revista Ábaco.

Joan-Carles Mèlich (Barcelona, 1961)

Doctor en Filosofía y Letras por la Universitat Autònoma de Barcelona. En la actualidad ejerce de profesor titular de Filosofía de la Educación en esta misma universidad. Ha publicado, entre otros títulos, Filosofía de la finitud (2002), Ética de la compasión (2010), Lógica de la crueldad (2014) y La sabiduría de lo incierto (2019). Con La fragilidad del mundo (Tusquets Editores), Premio Nacional de Ensayo 2022, este prestigioso ensayista y pensador nos brinda un extraordinario ejemplo de filosofía literaria dedicado a responder a las encrucijadas del presente.

Su libro, que ha tenido tan buen recibimiento, es una respuesta a la necesidad de pensar nuestro presente y, en este sentido, conecta con la vida humana, con la de cada cual. ¿Qué puede enseñar La fragilidad del mundo al hombre de hoy?
La fragilidad del mundo enseña que no somos otra cosa que las relaciones y las situaciones que establecemos con los otros y con el mundo; que somos contingentes, que existimos, pero podríamos no existir; y especialmente que el mundo es indisponible. Vivimos en un momento de la historia en el que parece que el ser humano es más que nunca el amo y señor de todo, el soberano absoluto. Este proceso de soberanía comenzó seguramente en la Modernidad, en el momento en el que el «Yo» se pone en el centro de la escena. Hoy ese «Yo» se ha convertido en una especie de ídolo alrededor del que todo gira. La fragilidad del mundo enseña que, como dice Kafka en el aforismo que abre el libro, en la lucha entre el yo y el mundo, hay que defender al mundo.

Usted se ha referido a que habitar el mundo significa «habitar su fragilidad». ¿Puede aclararnos esta idea?
Habitar la fragilidad significa habitar las sombras, las incertidumbres, las ambigüedades, los claroscuros. Ningún mundo es «mundo» si no es un mundo de sombras. Por eso, en el «mito de la caverna»de Platón se niega el mundo. Un mundo claro, luminoso, en el que todo esté perfectamente establecido, un universo paradisíaco, es la negación del mundo. No hay otro mundo que ese que está alumbrado por la luz trémula de una hoguera. Si queremos habitar el mundo hay que aceptar lo indisponible, lo incierto, lo inhóspito. El ser humano no tiene acceso a verdades firmes y seguras, a «puntos arquimédicos» como deseaba Descartes en sus Meditaciones metafísicas. La existencia humana se parece a las olas de la novela de Virginia Woolf, está en constante devenir, en incesante transformación.

Una de las implicaciones de este mundo hipertecnificado es que incide demasiado en las posibilidades que brindan los sistemas globales de comunicación e información, y apenas en lo que se pierde con la falta de gesto y de contacto que aquellos suponen. El foco se centra en el «poder hacer», descuidando lo que no se hace. Heidegger lo expresa muy bien al advertir que «el aspecto verdaderamente inquietante no es el hecho de que el mundo se convierta en un mundo completamente técnico, sino que el hombre no está preparado para esta transformación del mundo». ¿Está de acuerdo con este diagnóstico?
No exactamente; diría que mi planteamiento es otro. La cuestión a mi entender no es si el ser humano está preparado para el mundo hipertecnificado, porque algo así supone todavía entender la tecnología como un instrumento que se puede usar de muchas maneras. Es necesario, me parece, cambiar de perspectiva.En La fragilidad del mundo establezco una distinción fundamental que hay que tener muy presente, me refiero a la diferencia entre técnica y tecnología. Desde los primeros homínidos hay técnica. Como dice Hans Jonas, la «herramienta» es una característica fundamental de la transanimalidad de los humanos. Es impensable un ser humano que no posea algún tipo de técnica, que no utilice instrumentos técnicos, que no «modifique» su entorno. Ahora bien, la tecnología es otra cosa;es un «sistema social simbólico». A mi juicio, hay tres grandes sistemas simbólicos: el teológico (o mítico), el económico y el político. Cada uno de ellos posee su propia lógica (normalmente de orden binario). La lógica teológica es la de «lo sagrado y lo profano» (Durkheim, por ejemplo, o Mircea Eliade la han estudiado); también forma parte de la lógica teológica la dualidadentre «creyente y hereje», típica del monoteísmo (el egiptólogo alemán Jan Assmannse ha ocupado detalladamente de ella); la lógica económica es la lógica del intercambio: «dar y devolver» (véase Marcel Mauss y su Ensayo sobre el don); la lógica política es la de «amigo y enemigo» (de la que dio cuenta Carl Schmitt). La tecnología es el cuarto y más reciente sistema simbólico. Se caracteriza por la «matematización del mundo» (que ya observó Robert Musil en El hombre sin atributos), por el «desencanto del mundo» (Max Weber), por el imperio de la prisa y por el valor de lo útil y la novedad. Diría que es el sistema más peligroso de todos ellos, tal vez porque no salta a la vista, porque opera de forma sutil. En el sistema tecnológico se impone la lógica delos protocolos, de las evidencias, de las competencias. La educación, por ejemplo, ha quedado hoy colonizada por esta lógica.

Vivimos en el tiempo de la inmediatez y la impaciencia. Parece que el tiempo para la espera y la acogida se han agotado. ¿Qué futuro aguarda a quienes no saben esperar?
No puedo adivinar el futuro, pero diría que un mundo en el que no hay sosiego y hospitalidad es difícilmente habitable. Como mostró Virginia Woolf, el ser humano no es otra cosa que situaciones y relaciones con los otros y con lo otro. No hay una esencia de ser humano. Pero para que existan relaciones es necesario tiempo. Sin tiempo no hay sosiego ni hospitalidad. Por eso un mundo en el que se impone la lógica de la prisa y de la utilidad las relaciones entran en una crisis demoledora y surgen «formas de desestructuración», «estados de ánimo» (Martin Heidegger) o de «desempalabramiento del mundo» (Lluís Duch), tales como la angustia, la melancolía u el pánico, entre otras, que pueden culminar en el vacío existencial. El psiquiatra Viktor Frankl, a quien tuve oportunidad de conocer en Viena hace muchos años, se ocupó de esta cuestión. En el vacío la vida es invivible, es insoportable.

Siempre se nos ha dicho que tenemos que hacernos fuertes, poderosos, invulnerables, ante las dificultades de la vida. Sin embargo, usted apuesta por una educación de la vulnerabilidad, y de la fragilidad.¿Cuáles serían los pilares de esta educación?
Hay bastantes «pilares» o puntos de apoyo para una educación de la finitud, de la vulnerabilidad y de la fragilidad. El primero es la ética, que no puede confundirse con la moral. La moral es una herencia gramatical, el legado de nuestra cultura. No hay ser humano sin moral, pero tampoco hay ser humano sólo con moral. La ética, por otro lado, es la zona oscura de la moral, su ámbito de indeterminación. Eso quiere decir que no hay protocolos, ni competencias éticas. La ética empieza con una demanda ajena en una situación de radical imprevisibilidad. El otro me apela y no tengo más remedio que responder, porque la «no respuesta» ya es una respuesta. Pero el «problema» es que ninguna respuesta será suficientemente buena. Nunca se está a la altura de lo que el otro me pide. Nunca hay buena conciencia en ética. A esa respuesta responsable la llamé hace muchos años compasión. La novedad de mi último libro (La fragilidad del mundo) es que —junto a la compasión— sitúo a la vergüenza. Además de la ética, creo que una educación hoy tendría que recuperar la biblioteca, la lectura y meditación de los «textos venerables» (María Zambrano). Esas grandes obras que nos transmiten lo que he llamado con Milan Kundera «la sabiduría de lo incierto». La lectura de los clásicos no nos ofrece respuestas, no nos soluciona la vida, al modo de una especie de autoayuda; tampoco nos hace mejores personas. La cuestión no es esta. Como señala Kafka en una conocida carta, los textos venerables nos apelan, nos interrogan, son como un hacha que rompe el mar helado que llevamos dentro.

Platón, en varios de sus diálogos, enseña que el conocimiento es una aventura, un seguimiento de lo que se intuye conducirá hasta el bien y la verdad. Pero en la caverna de su célebre alegoría no hay brújulas ni linternas. No hay técnica ni mano que auxilien. ¿Diría que el conocimiento es una aventura en solitario?
Yo distingo entre conocimiento y sabiduría. Creo que vivimos en un mundo rico en conocimiento y pobre en sabiduría. Un grupo de investigación, por ejemplo, se mueve en el ámbito del conocimiento, y no es una aventura en solitario. Pero la sabiduría es otra cosa. Para mí, el gran ejemplo de sabiduría sería Sócrates, pero el que aparece en los primeros diálogos de Platón. En esos diálogos, Sócrates nos enseña que nunca llegamos felizmente a puerto, que todo saber se queda a medio camino, que jamás poseemos la verdad; en una palabra, que toda sabiduría es una sabiduría «de lo incierto».

Las políticas educativas actuales instan a los jóvenes a ver en el conocimiento y la tecnología armas de progreso y transformación del mundo. Sin embargo, usted se refiere a la mirada atenta como el verdadero agente transformador. ¿En qué sentido es la mirada transformadora?
Nietzsche es el filósofo que nos advirtió de la importancia de la mirada. Para él, la educación debe empezar por enseñar a mirar. Hay que aprender a ver, dice en Crepúsculo de los ídolos. Pero para eso, hay que acostumbrar el ojo a la calma, hay que detenerse y demorarse, no hay que tener prisa. Hay que hacer como las vacas: rumiar …

La entrevista completa está disponible en el número 115 de la Revista Ábaco.
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